Eran los años ochenta, yo tendría unos once años, y mi madre volvía de un viaje a Florida. Estábamos en el apogeo de los transbordadores espaciales: en abril de 1980 el Columbia despegó del Kennedy Space Center para convertirse en la referencia aeroespacial de mi generación, el equivalente a lo que la llegada a la Luna fue para la generación anterior. Tanto así, que cuando el canal de vídeos musicales MTV realizó su primera transmisión en agosto de 1981, nuestros ojos se llenaron con la imagen del conteo regresivo del Columbia y su despegue, el lanzamiento del Apollo 11, el primer paso del Hombre en la Luna, y un astronauta colocando en ella la bandera de MTV. Una voz en offanunciaba: «Ladies and gentlemen: Rock and Roll». 

Con estas referencias presentes en mi familia, donde siempre hemos sido aficionados a volar y nunca hemos creído en la teoría del falso alunizaje —por dios, vaya conspiranoia la de algunos— era natural que uno de los highlights del viaje de mi madre fuera su visita a la parte turística de las instalaciones de la NASA; así que tan pronto llegó, después de los besos y tal, abrió la maleta y sacó mi regalo: una chaqueta de tejido ligero, casi como de papel, con una cubierta externa de color aluminio. «El material del que están hechos los trajes de los astronautas», dijo triunfante mi mamá. Sobre la delgadísima tela-papel color aluminio había parches con varios logos oficiales: el del proyecto Gemini, los de las misiones Apollo 11 y Apollo 13, y por supuesto, el logo oficial del transbordador Columbia. 

Aunque a mí me parecía muy cool, mi chaqueta no tuvo el éxito social que yo esperaba. Los niños del vecindario me vieron con cara de «qué lleva encima esta friki» y una de mis amigas no me saludó. No importaba: yo tenía algo que los demás no, sabía algo que los demás no, y si no me entendían, mejor: pocos somos los elegidos.

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La historia anterior es pertinente porque hace unas semanas me ocurrió lo que cualquier niña con chaqueta de aluminio y pegotes de la NASA sueña toda su vida: recibí una invitación para participar en un evento en el Edificio 703 del Armstrong Flight Research Center, uno de los cuatro centros de investigación de la NASA; un hangar enorme en medio del desierto de California, en donde se realizan pruebas para vuelos de investigación y proyectos científicos. 

El motivo de la invitación era conocer el proyecto SOFIA (Stratospheric Observatory for Infrared Astronomy), un telescopio enorme montado en un avión Boing 747SP que fue modificado para alojar telescopios y una estación de trabajo: un observatorio que opera desde el aire y que vuela por encima de la capa de vapor de la atmósfera, que bloquea los rayos infrarrojos. Sin ese filtro se pueden observar imágenes más nítidas que las que se perciben desde la Tierra. En el evento participaría un grupo de personas con presencia en redes sociales y pasión por las actividades de la NASA, a pesar de no ser expertos en el tema. La idea era permitir que personas fuera del especializado mundo aeroespacial se acercaran a los proyectos que realiza este centro.

Recibí la invitación y corrí, casi brinqué, para responder el cuestionario de acreditación.

—¿Por qué cree que usted cumple con los requisitos para participar en este evento? 

—Ah pues mire, soy una periodista mexicana, vivo en Estados Unidos, y tengo una red de seguidores con los que comparto información sobre migración y otras cosas: viajes, cultura estadounidense, ciudades. 

—¿Quién sería su público potencial o con quién interactuaría mientras está en este evento?

—Fíjese que entre mis seguidores hay gente de Estados Unidos, de América Latina y de Europa, así que contaré lo que vea a un montón de gente que habitualmente no se enteraría de que esto existe.

—¿Cómo planea usar su tiempo y presencia en este evento?

—Pues le cuento, tendría yo unos once años… okey, no le voy a hacer todo el cuento, pero siempre me ha gustado la historia aeroespacial y su mezcla con la cultura pop y el arte. Creo que compartir lo que vea con los ojos frescos de alguien no especializado, permitirá comunicar lo especial que es estar en un lugar así para quienes no somos expertos.

Madre mía, qué nervios. Mandé la cosa y en un par de semanas recibí la respuesta: iba a visitar la NASA. Pocos somos los elegidos. Obviamente, corrí a contarle a mi mamá.

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El desierto de California es una de las zonas más enigmáticas, interesantes, magnéticas del mundo. No en vano ha sido el escenario de películas como El Señor de los Anillos, Kill Bill, o Encuentros Cercanos de Tercer Tipo. Por los highways que llevan nombre de número —el más conocido, la famosa Route 66— se levantan las nubes de polvo arenisco que se pega a la ropa y a la lengua. En otras ocasiones, cuando no sopla nada de viento, el sol cae a plomo y se torna aplastante, rotundo, mientras las temperaturas rozan los 40 grados.

El desierto de California es una de las zonas más enigmáticas, interesantes, magnéticas del mundo

El camino para llegar a Palmdale, el área del desierto donde se encuentra el Edificio 703, es la autopista 14, que empieza en Los Ángeles y termina en Death Valley —uno de los sitios más calientes del mundo y el que tiene el récord de la temperatura más alta registrada en el planeta: 56.7°C en 1913—. Palmdale está mucho antes. Uno se sale de la autopista hacia un camino rural, y el paisaje se convierte en planicies, rocas, y Joshua Trees, la planta característica del Desierto de Mojave. En medio de esa mancha inhóspita se yergue el edificio, asentado junto a un hangar que se puede ver a más de un kilómetro de distancia.

Adentro del edificio, una vez pasado el registro y el filtro de seguridad, entramos a un salón donde nos dan la bienvenida, indicaciones y café. El grupo está compuesto por una inesperada diversidad de personas. Gente muy geek que sabe los nombres y modelos de los aviones, y cómo operan. Una señora que tiene un negocio de relaciones públicas y vino manejando desde Las Vegas. Una señora de Perú que fue miembro de la fuerza aérea estadounidense hace años, y que decidió venir porque extraña el ambiente. Un chaval que hace muy buenos videos, sentado junto a un tipo joven, asiático y sabelotodo, a su vez sentado junto a una chica con tatuajes y pelo asimétrico. Hay una mujer madura que no esperaba que la aceptaran pero tenía curiosidad e igual envió su solicitud; la aceptaron, así que vino desde Canadá. 

Estamos listos para iniciar. Nos explican que al recorrer el hangar no podemos salir de los espacios indicados para peatones; nos dan unos tapones para los oídos, y nos advierten que en caso de que suene una alarma, tratemos de salir del lugar lo antes posible. No puede evitar imaginarme a todos, desorientados y temerosos, corriendo por el desierto para resguardarnos bajo un Joshua Tree.

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El SOFIA es un avión grande y bonito. Por fuera podría parecer cualquier avión de línea tradicional muy bien cuidado, pero al pensarlo dos veces, el asunto va más allá: uno se vuelve consciente de que ese avión es un puente entre nosotros, acá abajo, y ese telescopio enorme que lleva encima para ver cosas que nosotros no podemos ver. Ese telescopio nos lleva una atmósfera de ventaja. 

El SOFIA no tienen un patrón de vuelo de línea recta. En una pantalla nos muestran las rutas de vuelo de algunos aviones, que crean figuras de poliedros más o menos constantes. La línea de vuelo del SOFIA es literalmente un garabato, porque el avión se va moviendo según las necesidades de la investigación en turno. La nave tiene un punto de anclaje en Australia, pero salvo alguna escala ahí, siempre va y viene desde y hacia este punto. 

La escalinata del avión se encuentra desplegada y nos piden subir en pequeños grupos. El interior es como el de cualquier avión, con algunos asientos azules junto a las ventanas, pero la parte central de la nave está compuesta por mesas y estantes con instrumentos de medición. Las paredes están cubiertas por una serie de fotografías «de familia»: la inauguración del observatorio, el proceso para montar la lente inmensa del telescopio, los técnicos trabajando en la nave, y una serie de emblemas de diferentes misiones de la NASA. 

Al fondo de la nave está el telescopio del SOFIA. La parte que da al interior del avión parece una bóveda de banco: así de amplia —dos metros y medio de diámetro—, con un cubierta de metal azul y una serie de perillas y tornillos. Por dentro, la lente está diseñada siguiendo el modelo de los ojos de las mariposas nocturnas; un grupo de pequeñas protuberancias cilíndricas que reducen los reflejos para absorber la mayor cantidad posible de luz —y así poder volar por las noches. 

Muchos objetos en el espacio emiten casi toda su energía a través de rayos infrarrojos, de manera que pasan inadvertidos si se observan con luz visible. Volando por encima de la capa de vapor y nubes que protege a la Tierra de esos rayos, el SOFIA, en un vuelo nocturno de diez horas, puede reunir datos para estudiar el nacimiento y la muerte de las estrellas; encontrar planetas, cometas, nebulosas y galaxias, y campos magnéticos o agujeros negros. Y pensar que para algunos de nosotros, el sueño máximo sería poder llegar «solo» a la Luna.

Además del SOFIA, el Armstrong Flight Research Center tiene otros proyectos, todos enfocados en el estudio de las ciencias de la tierra y los fenómenos provocados por el cambio climático global: huracanes, tormentas, incendios, deslaves, glaciares en deshielo. La prioridad es entender cómo se está generando este cambio para buscar soluciones. Algunos sonreímos discretamente. En la agencia más «americana» de Estados Unidos, esta gente camina en sentido contrario a su presidente. Como la mayoría en este país.

El Edificio 703 de la NASA es el sueño de las personas que gustan de desarmar cosas, juntar las piezas, y con ellas armar algo nuevo. Muchas de las naves que hay en el lugar, y que son utilizadas en diferentes misiones, se arman literalmente con desechos, partes de aviones comerciales o fragmentos de los Lockheed U-2 utilizados durante la Guerra Fría. Las políticas de esos años pasan la factura a esta generación; una ingeniera a cargo de uno de los proyectos nos explica que, como esos modelos se volvieron muy conocidos y bombardearon mucho, en algunos países la figura del U-2 está relacionada con la figura del hombre blanco opresor. En esas regiones, que en ocasiones son las más afectadas por fenómenos naturales, el equipo del Armstrong Center tiene que hacer mucho trabajo previo, hablar del proyecto y pasar por varios filtros, para acceder a esa área del mundo, indispensable para entender el cambio climático. 

Por momentos me emociono tanto que quiero recordar cada sonido, cada nave y cada historia, pero a pesar de eso, no puedo dejar de notar que hay pocas mujeres en los grupos de trabajo, y pocos latinos. Sin embargo también recuerdo que a pesar del discurso negacionista del presidente Trump, su vicepresidente, Mike Pence, dijo en una ocasión que su país ya había llevado a un hombre a la Luna, y que era momento de llevar a una mujer. Así que, tal vez a pasos pequeños, quiero creer que avanzamos; porque cuando se trata del universo, cada paso pequeño es un gran paso para la humanidad.

Después de ver imágenes del cielo y el espacio, el desierto me parece aún más seco, pero menos extenso; súbitamente arrancar mi auto y empezar a manejar —navegar— se vuelve una actividad realizada a plena consciencia. Tengo una playlist con canciones que tratan sobre volar; se llama Fly me to the Moon. Nada como manejar de vuelta por el desierto con la voz de Frank Sinatra de fondo, el auto lleno de tierra y la cabeza en la luna. 


 Imagen de cabecera, proyecto SOFIA