Es cuatro de mayo y el cielo amanece cubierto por una capa de tul blanco. Una masa de vapor de agua espesa y húmeda, como estancada, se extiende hasta donde alcanza la vista. Los forasteros lo llaman niebla, los pescadores taró. Ocurre en días muy cálidos, cuando la temperatura más alta del aire choca contra la frialdad del mar y entonces el agua se evapora rápido y crea una bruma irreal y blanquecina.

Hoy hay esa bruma y bajo la bruma una pequeña ciudad. Es bella y decadente, anacrónica. Rematada de cúpulas, pináculos, ángeles y rosetones. Cipreses y naranjos flanquean sus calles —la calle de las Ánimas, del Cristo, de Todos los Santos— por donde no pasa nadie, solo los gatos, negros en su mayoría. Estamos en el Cementerio de San Miguel. Lugar de reposo perpetuo de la alta burguesía de Málaga desde el siglo XIX. Por eso todo es panteón lustroso, apellido elegante, mármol claro. Todo salvo una lápida —negra, pesada, a ras de suelo— que destaca entre el resto de sepulturas como un camafeo extravagante sobre el pecho de una dama distinguida.

Tumba de la escritora Jane Bowles en el Cementerio de San Miguel de Málaga.

Aquí, cuenta la gente de Málaga, pasan cosas. Misterios sobrenaturales. En esta tumba con nombre extranjero, nombre de mujer. La tumba de Jane Bowles.

***

Jane Bowles —en realidad, Jane Auer— nació en Nueva York el 22 de febrero de 1917. Ninguno de quienes la conocieron vive para contarlo hoy. Quizá por eso ella misma se encargó de describirse para la posteridad con tres palabras: coja, judía, lesbiana.

Coja por un accidente de caballo que le rompió la rodilla derecha y que, agravada por una tuberculosis, le dejó la pierna rígida de por vida. Judía por herencia de sus padres, norteamericanos aunque de origen húngaro y alemán. Lesbiana por amar abierta e impetuosamente a un incontable número de mujeres.

Aparte de eso, Jane era escritora. Una escritora procaz y salvaje que desde niña puso en alerta a la familia por sus dotes imaginativas. Su padre, Sydney Auer —un hombre severo, comerciante de clase media de Long Island— se ocupó de advertirle personalmente sobre los peligros de la fantasía, si bien no pudo hacerlo lo suficiente. Cuando Jane cumplió trece años, Sydney murió y luego ella tuvo aquel accidente de caballo y su madre, Claire, la llevó a operarse a Suiza y allí sola y postrada en una cama durante dos años descubrió a Proust y a Céline y aquello ya se hizo imparable.

Ella misma se encargó de describirse para la posteridad con tres palabras: coja, judía, lesbiana

Fue de vuelta a Nueva York, siendo ya adolescente, cuando Jane empezó a frecuentar el ambiente intelectual y bohemio del Greenwich Village, su apasionada vida nocturna. Ella, con sus pasitos cortos y desiguales, sus camisas de hombre, su pelo a lo Rimbaud —corto, rojo, asilvestrado— se hizo un lugar propio en aquel territorio de outsiders, destacó por su humor afilado y su risa escandalosa en aquel ambiente libertino. Ella, bebedora como nadie, seductora como la que más.

El golfillo eterno, diría de Jane uno de sus mejores amigos. El escritor Truman Capote. El mismo que le otorgó el apodo que luego también pasaría a la posteridad: Jane, cabeza de gardenia. O cabeza de dalia, dicen algunos. En todo caso, alguna flor de pétalos arrebatadores.

En ese ambiente etílico y ligero, una noche de 1937, siete años después de la muerte de su padre, cinco del accidente de caballo, Jane conoció a Paul Bowles. Otro joven bohemio, un músico de mirada inquieta y distante, mirada de pájaro, de halcón peregrino. Una criatura magnética, como la propia Jane, con la que un año después se casará y formará una de las parejas más populares y escandalosas de la historia de la literatura, por su vida nómada y libre —vivieron en México, Centroamérica, París, Tánger, Ceilán—, por su común no heterosexualidad. Esa noche al ver a Paul por primera vez Jane dirá: «él es mi enemigo». En ese momento nadie sabrá a qué se refiere.

***

¿Había amor entre Jane y Paul? Muchos lo dudaban por la larga lista de amantes que coleccionaron los dos. «Yo creo que eran dos chicos divertidos, bohemios, fantásticos. Ambos podrían haber sido unos marginales si no estuviesen en el mundo del arte, ahí se entendieron y quizá buscaron una salida», cuenta Javier Martín Domínguez, director del primer documental que se hizo sobre la pareja: Mapas de arena y agua. Las vidas de Jane y Paul. Se estrenó en 1991 cuando Jane llevaba ya años muerta y Paul aún vivía, retirado y solo en el norte de África. «¿Se amaban? No sé, lo que es seguro es que se necesitaban, dependían el uno del otro, también en sus carreras literarias». 

Fotografías de juventud de Jane y Paul Bowles.

La primera en escribir fue Jane. Su novela Dos damas muy serias salió publicada en 1943 cuando ella tenía 24 años. El argumento era este: la señora Copperfield y la señorita Goering, dos mujeres ricas y terriblemente hastiadas de sus vidas, deciden romper con todo e iniciar un viaje desquiciado hacia las profundidades de su identidad. Una abandona a su marido por una joven prostituta, otra renuncia a su riqueza para entregarse a sus miedos más oscuros.

La novela descolocó a la sociedad de entonces, no solo por tratar con naturalidad el tema del lesbianismo, sino también porque nadie, absolutamente nadie, escribía como Jane. Sus diálogos eran enfebrecidos, sus personajes caprichosos, patéticos, incoherentes. Su ironía —ya desde el título— hacía de cualquier situación dramática una sátira sin concesiones. Dice la señorita Goering: «Quería ser una líder religiosa cuando era joven y ahora solo resido en mi casa y trato de no ser demasiado infeliz». Y más adelante la señora Copperfield: «En ciertos momentos la ginebra te quita las preocupaciones y eres capaz de andar a gatas como un bebé. Esta noche quiero ser un bebé».

La primera obra de Jane fue elogiada por compañeros como Capote o como Tenesse Williams, quien dijo de ella: «¡Mi libro favorito! Para mí no hay novela moderna más susceptible de convertirse en un clásico». La crítica, sin embargo, la descuartizó con una saña caníbal. La llamaron absurda, grotesca, chiflada. «Intentar desentrañar la trama sería arriesgar la propia cordura», destacó la reseña del Times Book Review.

La novela descolocó a la sociedad de entonces, no solo por tratar con naturalidad el tema del lesbianismo, sino también porque nadie, absolutamente nadie, escribía como Jane

Aun así, la fuerza de Dos damas muy serias fue la que inspiró a Paul para escribir su propia novela, El cielo protector, que publicó en 1949 y que sí lograría una suculenta fama e incluso sería llevada al cine décadas después. Por entonces el matrimonio Bowles vivía de forma más o menos permanente en Tánger, ciudad liberada tras la Segunda Guerra Mundial, lugar de peregrinaje de artistas y vividores. Allí recibían las visitas de autores como Gregory Corso, Allen Ginsberg, William Burroughs, Gore Vidal. Por las noches se emborrachaban y fumaban kif en la kasbah, por las mañanas se encerraban en sus cuartos a escribir. Todos menos Jane. Jane —que escribía como andaba, lenta y atropellada por las dudas— se desconcentraba con el zoco y las terrazas y las enigmáticas mujeres árabes.

Lo explica el director de documentales Javier Martín Domínguez: «Paul era un hombre más constante, más estructurado, Jane no. Jane necesitaba vivir». Y esa necesidad la bloqueaba, la dejaba inmóvil mientras oía el teclear furioso del resto y para arrancarse ese dolor volvía a la calle, volvía a beber, volvía tarde, descalza, sola. Después de Dos damas muy serias, Jane publicó una colección de relatos —Placeres sencillos— y una obra teatral —En el cenador—. Eso fue todo. Había muerto la escritora promesa, empezaba a forjarse la escritora maldita. 

***

Hay una escena  en Dos damas muy serias en apariencia anecdótica que solo hacia al final se revela clave para entender la historia. La señorita Goering, asomada a una ventana, observa una casa antigua, medio derribada que, a falta de paredes, exhibe desnudas sus habitaciones. Entonces aparece un hombre y se pone a deambular entre los escombros. En un momento dado, se acerca al borde y se detiene allí, justo al límite, con los brazos en jarras mirando al vacío. 

Exposición dedicada a los Bowles en la Casa Gerald Brenan de Málaga.

Exactamente así se encuentran los personajes de Jane. Al borde de un abismo tentador y fatal al mismo tiempo.

Así debía sentirse también ella. El bloqueo le impedía escribir y eso desgarraba su autoestima, atravesada ya desde antes por otros muchos remiendos mal cosidos. Por los rechazos de la crítica, por los dolores de la infancia: la muerte del padre, la cojera temprana, la eterna decepción de su madre, a la que nunca pudo complacer por no haber sido lo que de ella se esperaba: una señorita judía respetable. Finalmente, Jane cayó en una depresión que intentó sofocar con cócteles kamikazes de alcohol y pastillas. Estaba al borde, en el mismo borde, las puntas de los pies colgando inconscientes en el vacío.

En 1957 la paralasis del lenguaje se extendió al cuerpo entero. Jane sufrió un ictus que le arrebató la visión y el movimiento de todo el lado derecho y le provocó una pérdida progresiva del habla, una afasia traicionera. Parecía una broma, una ironía dolorosa. La maldición del caballo de su niñez persiguiéndola como un perro a la caza de sus tobillos. Primero la rodilla, luego la escritura. Ahora toda ella sumergida en una tristeza calcárea, inmóvil. La flor prodigiosa, petrificada.

La maldición del caballo de su niñez persiguiéndola como un perro a la caza de sus tobillos

Mientras tanto, su tragedia empezaba a alimentar toda clase de rumores. Decían que había perdido la cabeza, que era culpa de la magia negra, que una de sus amantes, Cherifa —una inquietante y pobrísima vendedora árabe con la que Jane vivía obsesionada—, la había envenenado poco a poco. Eso decían todos, también Paul. Por eso se la llevó lejos, a Londres, a un hospital donde le diagnosticaron una psicosis maníaco-depresiva. De inmediato establecieron su tratamiento, el mismo que los médicos de entonces prescribían sin reparo a las mujeres con signos de locura. El electroshock.

«Al electrochoque se llegaba por varios caminos —explica Celia García, doctora en Ciencias, especialista en Psiquiatría, profesora de Historia de la Salud—. En algunos casos sí eran personas con enfermedades mentales graves, pero también se daba de forma indiscriminada, sobre todo a mujeres que habían transgredido normas sociales. Mujeres a las que había que reconducir».

García describe el electrochoque así:

«Son técnicas aplicadas de manera muy cruenta, porque en esos años ni siquiera se administraba anestesia, eso provocaba una serie de convulsiones y contracciones musculares tan fuertes que provocaban fracturas óseas».

Silvia Plath —otra escritora «loca»— lo narraba de este modo:

«Con cada fogonazo una gran sacudida me machacaba hasta que creí que se me rompían los huesos y la vida abandonaba mi cuerpo como la savia de un tallo roto».

Así lo debió vivir Jane. Lo vivió un total de 23 veces. 23 electrochoques. Ella no se mató como Plath, aunque tampoco le faltaron las ganas.

En 1967, 24 años después de la publicación de Dos damas muy serias, diez tras sufrir el ictus, Jane fue ingresada en una casa de reposo para mujeres con trastornos mentales. Una casa grande, rodeada de jardines, custodiada por monjas, justo enfrente de las costas de Tánger. En Málaga. 

***

A dos kilómetros y medio del Cementerio de San Miguel hay una vaguada grande y verde, rodeada de vegetación. Muy cerca pasa la carretera, aunque más que el ruido de los coches, lo que de verdad se oye son voces de niños amontonándose unas con otras como el rumor de un avispero. Durante años este espacio estuvo ocupado por la Clínica de Reposo Los Ángeles, un antiguo psiquiátrico para mujeres de alto poder adquisitivo, dirigido por el prestigioso psiquiatra Pedro Ortiz y asistido por las Hermanas del Sagrado Corazón. Ahora el psiquiátrico no está. En su lugar, hay un instituto. Así es como las vidas de los lugares se superponen, los mismos eucaliptos de la puerta que hoy custodian la entrada de los niños, ayer mismo fueron testigos del triste destino de Jane Bowles.

El Instituto Miraflores de Málaga ocupa hoy el lugar donde antes se levantaba la Clínica de Reposo Los Ángeles en la que falleció Jane.

Para muchos los seis años que aquí estuvo fueron grises y solitarios. Solo en un libro reciente —Jane Bowles. Últimos años— el escritor Rodolfo Häsler enmienda parte de esa afirmación. Asegura que a veces la escritora salía y paseaba y comía en el Parador y en las terrazas de la calle Larios. Lo que sí parece seguro es que Jane pasó mucho tiempo sola. Paul, de vuelta en Tánger, la visitaba muy poco, dicen los más críticos que se desentendió. Ella, mientras tanto, le invocaba en sus cartas como a un dios poderoso y esquivo: «Te echo mucho de menos y echo de menos no haber tenido noticias tuyas desde hace tiempo. Por favor ven a verme y, si es posible, sácame de aquí».

Aparece en el documental «Mapas de arena y agua» un testimonio muy valioso de aquellos días. El de sor Mercedes, una de las monjas que cuidó de Jane. En la entrevista la mujer cuenta que sufría alucinaciones, que estaba muy delgada, deprimida, que un día le dijo a ella y al resto de las hermanas que se quería convertir, hacerse católica, y que por eso la bautizaron entre todas.

Paul, de vuelta en Tánger, la visitaba muy poco, dicen los más críticos que se desentendió. Ella, mientras tanto, le invocaba en sus cartas como a un dios poderoso y esquivo

El 4 de mayo de 1973 Jane murió, no como una judía imperfecta, sino como una católica nueva, un ser limpio, libre de pecado. Paul no lo entendió, acusó a las monjas de manipularla en el límite de su cordura, pero la idea —nadie sabe si como verdad o como burla— ya estaba de algún modo en su obra, el miedo al pecado, la necesidad de expiación. «Olvida que tienes miedo —dice la señorita Goering—. Ahora Dios te está mirando y tienes que ganarte su simpatía».

En todo caso, fue así como sus restos acabaron en el Cementerio católico de San Miguel. Dicen que a su funeral acudieron cuatro personas. Un par de amigos, el propio Paul y un cura menudo, cariacontecido, que acariciando los cabellos rojos de Jane le dio el responso. Desde ese día Paul no volvió más. Se perdió los mejores capítulos, los más irónicos y extravagantes de Jane, su increíble historia después de fallecida.

***

Primero fue lo del enterramiento:

A Jane la enterraron en la parcela F453, no en la zona de panteones, ni de apellidos ilustres. La enterraron sin lápida, bajo un montón de tierra sin nombre. Lo contó su biógrafa, la autora francesa Milicent Dillon: «Era un espacio sin marcar, estaba cubierto de escombros, flores viejas de otras tumbas, vidrios rotos, pedazos de plástico y papel». Lo cuenta también el documentalista Javier Martín Domínguez: «Lo del cementerio fue un shock, cuando fuimos a verlo no había nada, ni lápida, ni reconocimiento público, ni un nombre, una fecha».

Antigua puerta a la zona «pobre» del Cementerio de San Miguel donde fue enterrada originalmente Jane Bowles. Hoy es un parque.

Es verdad que en los años ochenta un grupo de intelectuales malagueños pidió al Ayuntamiento una tumba decente para ella, pero aquello nunca se hizo. Pasaron los años y los restos de la escritora envejecieron solos y olvidados hasta noviembre de 1996.

Entonces vino el escándalo:

Resultó que una joven, fascinada con Jane, acudió al Cementerio de San Miguel para visitar los restos de la autora y al llegar allí descubrió, no solo que éstos descansaban en un montículo sin nombre, sino que además estaban a punto de ser enviados a una fosa común. Al parecer Paul había dejado de pagar por la sepultura y las obras de una futura autovía amenazaban con atravesar la zona. Todos los huesos que no fuesen reclamados se mezclarían en un osario colectivo. Indignada, la chica tomó la decisión de llevarse a la escritora y enterrarla con honores en su pueblo, en Marbella, a 60 kilómetros de allí.

El día que su plan salió en los periódicos, con fecha incluida para la exhumación, levantó tal polvareda que el Ayuntamiento se vio presionado a intervenir y a desmentir aquello de que Málaga estaba a punto de tirar los huesos de una escritora famosa a la basura.

En 1998, dos años después del vodevil, el Ayuntamiento de Málaga levantó sobre la tumba de Jane un atril de ladrillo visto y una losa de mármol. Un año después, decidió trasladarla de la zona pobre del cementerio —la zona de tierra—, a la de los mausoleos y apellidos relevantes.

La bohemia, alcohólica y lesbiana reconocida compartiría la vida eterna con los muertos ilustres de la ciudad. Quizá por eso, para evitar nobles suspicacias, el traslado se hizo de noche, rápido y a oscuras.

Finalmente en 2010 —37 años después de su muerte, 14 de casi acabar en una fosa común— Jane recibió su lápida definitiva. Granito negro, 1.500 kilos de peso a ras de suelo. «Málaga a Jane Bowles» se lee en letras grandes y abajo en una esquina el famoso apodo: «Cabeza de gardenia». Alfredo Taján, entonces director del Instituto del Libro —director ahora de la casa de otro escritor expatriado en Málaga, Gerald Brenan—, viajó hasta Paris, hasta el cementerio de Père-Lachaise, donde reposa Marcel Proust, para inspirarse.

La bohemia, alcohólica y lesbiana reconocida compartiría la vida eterna con los muertos ilustres de la ciudad

«Me propuse convertir la tumba en sitio de peregrinación. No se trata de nostalgia, es una forma de mostrar respeto por gente que estaba jugándosela. Escritores bohemios, frágiles, excéntricos, exóticos. Jane la más exótica de todos. La muerte de ella fue la muerte de una época», explica. La inauguración se hizo una mañana de abril, un día de viento y cielo encapotado. Acudieron a ella decenas de personas, amigos, autoridades, escritores.

En medio de todos, un cura lloró.

***

Hasta aquí la historia de la escritora. Ahora toca hablar de los milagros.

No es difícil rastrearlo en internet, se menciona en varios blogs, en foros. Cada cierto tiempo alguien habla del fantasma. Se aparece —dicen— cada cuatro de mayo y se pasea por los alrededores de la tumba de Jane Bowles. Es una mujer, viste de negro.

Jane falleció el 4 de mayo de 1973. En 2023 se han cumplido cincuenta años

«Había un cura, un fosero, que decía que la veía —cuenta Alfredo Taján—. Yo desde luego no he visto nada, aunque soy respetuoso. Lo que sí es verdad es que se siente algo allí, algo emerge de la piedra».

Si los rumores fuesen ciertos y los fantasmas tan exactos como la gente que los predice Jane debería aparecer hoy, vestida de negro, moviéndose entre las cúpulas y los panteones, abriéndose paso entre la bruma cada vez más dispersa del taró. Especialmente hoy, cuatro de mayo de 2023, cincuenta años después de su muerte. Pero de momento, todo está tranquilo. El sol cae como una estaca sobre la placa negra, ilumina ese objeto extraño rodeado de flores, demasiado moderno, demasiado brillante, demasiado negro, el color de las ovejas que descarrían. Ni siquiera mirado de cerca parece propiamente una tumba, más bien es un monumento. Uno sobrio y elegante, como esos que construyen junto a una llama perpetua en homenaje al soldado desconocido. 

La autora desconocida, en este caso.

Desde luego su nombre nunca resonó lo suficiente, nunca al nivel de su marido —su «enemigo»— Paul. Y aunque siguió sumando admiradores —en el 66, al publicarse sus obras completas en inglés, el New York Times la definió como «una de las mejores escritoras modernas de ficción». En el 81, el director de Anagrama, Jorge Herralde, «deslumbrado» por su humor y sus diálogos, inauguró con ella la colección de Panorama de Narrativas—, aun así existe bastante consenso en que el apellido la devoró, cuando no su propia biografía, su agitada vida a contrapelo.

Hoy Jane Bowles no se estudia en las aulas de literatura, ni siquiera en Málaga donde tiene una lápida e incluso una avenida con su nombre —el cartel mal escrito, por cierto, pero eso ya es otro vodevil—.

Cartel de la Avenida Jane Bowles inaugurada en Málaga en 2010 y que lamentablemente incluye una errata.

«No se da Jane en clase, no se suele incluir. Normalmente se eligen autores más conocidos», admite Miriam López, profesora de Literatura Inglesa en la Facultad de Letras de Málaga. «En todo caso, se habla más de ella por sus amistades o por el propio Paul. Es curioso que sus amigos hablen de su obra tan bien y sin embargo no se haya convertido en un referente o un éxito de ventas. Quizá fue por lo poco que escribió. También puede ser porque mucha gente no entendiese su estilo. Quizá era un poco adelantada a su época».

Una adelantada, una mujer del futuro, una «leyenda moderna» —dijo Capote—, fuera del tiempo. Una excéntrica en el sentido geométrico de la palabra: alguien que busca «un centro distinto», uno propio. Quién sabe si lo busca aún. Por esa misma razón se aparecen las almas en pena. Por eso vagan, para resolver asuntos pendientes.

Al final de la calle de las Ánimas se oye un ruido, parecen pasos, son de una mujer, aunque no viste de oscuro. Lleva un caftán de flores, sandalias rojas, bolso de imitación, camina por delante de la losa negra y pasa de largo. Al cabo de un rato, otra mujer. Pelo largo, sudadera salmón.

¿Qué hubiera elegido Jane?, ¿La tierra anónima o la losa fría?, ¿Estar aquí en estos suelos respetables o disolverse como palabras en la boca? En 1999, un mes después de su traslado a la zona noble, Paul murió. Su cuerpo fue incinerado y depositado en el cementerio de Lakemont, Nueva York, bajo una piedra de granito blanco. En ella está escrito su nombre. A su lado, también el de Jane. ¿Dónde está ella entonces?, ¿dónde habita su fantasma?

¿Qué hubiera elegido Jane?, ¿La tierra anónima o la losa fría?, ¿Estar aquí en estos suelos respetables o disolverse como palabras en la boca?

En medio de la bruma, una mujer más. Lleva camiseta negra, gafas redondas, pelo castaño recogido en una cola, pantalones floreados. Camina con pasos distraídos hacia la losa negra y al llegar se para, se queda un rato en silencio, mirándola. Es vecina del barrio, suele pasear por aquí, conoce bien la tumba.

«Es de una muchacha —dice—. Antes no estaba aquí. La trajeron del otro lado. Alguna gente dice que se aparece. Por eso vienen a dejarle flores». 

«¿Y usted?».

«Yo no. Yo no creo en los fantasmas».

«¿Sabe que era escritora?».

«Ah…».

***

Existe una foto icónica, la más popular de Jane, la que se usó como portada para su biografía. Corresponde a la época vital y excesiva del Greenwich Village. En ella, una muchacha joven, provocadora, posa con los brazos abiertos delante de una ventana. Tiene la piel tirante, el pelo corto, voluminoso, como recién florecido. Mira al centro de la cámara, altiva, seductora. Una fuerza telúrica atraviesa la imagen. Es un volcán.

Luego hay otras fotos de los primeros años en Tánger. Aparece con las mejillas luminosas, el mismo corte de pelo de chiquillo. En unas está acompañada de amigos, cerca de Paul, en otras juega curiosa con un pequeño gato y un loro. La mirada todavía serena, bañada de docilidad.

Las últimas fotos de Jane son las fotos del derrumbe. Se la ve muy delgada, abatida, con los pómulos hundidos, el cabello lacio, los labios secos. Camina por el zoco agarrada a una mujer que se oculta bajo un nicab negro. Mira hacia un lugar difuso, como perdida en un lugar que no comprende, un cuarto a oscuras, lleno de ruidos.

Imagen de Jane en Tánger -acompañada de su amante Cherifa- ya muy deteriorada a causa del ictus.

Esto —aparte de sus obras— es todo lo que nos queda de Jane. No hay videos, ni una sola imagen en movimiento. Jamás podremos verla caminar con su rodilla firme, indomesticada, como tampoco veremos nunca el rojo iridiscente de su pelo en el blanco y negro de las fotografías. Esos detalles quedarán para siempre reservados a quienes la conocieron en vida y todos los que la conocieron han muerto.

O puede que no. Pepito, el cura, aún vive.

José Fernández Meléndez —Pepito— nació en Málaga en 1952 en la calle San Juan Bosco, muy cerca del Cementerio de San Miguel. Con siete años empezó a servir de monaguillo en las misas de los domingos. Con diez, ingresó en un convento en Jerez de la Frontera. Con diecisiete, volvió a Málaga para sustituir al párroco del cementerio. Desde entonces su vida es eso: los muertos.

Jamás podremos verla caminar con su rodilla firme, indomesticada, como tampoco veremos nunca el rojo iridiscente de su pelo en el blanco y negro de las fotografías

Pepito es un hombre menudo y de voz templada, cadenciosa —voz de cura—, cuando habla arruga los ojos y se agarra la oreja derecha, no oye bien. «¿Vienes por la Jane? —pregunta asomado a la puerta de la conserjería del cementerio— ¡Ay, la milagrosa!».

La primera vez que Pepito vio a Jane Bowles todavía vivía. Fue en la Clínica de Reposo Los Ángeles, estando aún enferma. Así lo cuenta Pepito:

«Ella estaba ingresada en la clínica y yo tenía allí a una tía mía. Un día fui con mi madre a visitarla y resultó que mi tía estaba en la misma habitación que la Jane. Cuando entré, me miró de una forma muy rara, se me quedó grabado. Años después, cuando ya estaba aquí en el cementerio, me dijeron que fuera a echarle el responso a una mujer difunta que acababa de llegar. Cuando descorrí la sábana, vi que era la mujer de la clínica. Tenía su pelito rojo, un traje negro, los ojos abiertos». 

Pepito es la persona sobre la que orbita la fabulosa leyenda de Jane y su misterioso fantasma. No son pocos los curiosos que vienen y lo buscan y lo interrogan sobre el espíritu de la escritora maldita. Aun así él cuenta siempre su historia con el mismo entusiasmo agradecido. Cuando pronuncia su nombre lo hace a su manera: «Ja-ne bou-les». Siempre con el artículo delante, «la Ja-ne».

«Yo enterré a la Jane. No lo olvidaré nunca. Parcela F453. Allí iba todos los días a verla, le llevaba flores, le puse una cruz. ¡Le pillé un cariño! Nunca la dejé. Cuando iba me sentaba y le leía sus libros. ‘Dos damas muy serias’, ‘Placeres sencillos’. Entonces un día sentí una voz que me dijo ‘hermano Pepito, me van a subir arriba’. Fue cuando la iban a trasladar. Y así fue. La sacamos de noche, yo la saqué, todavía tenía mucho pelo, pelo rojo».

Hasta aquí su historia coincide con la oficial. Efectivamente Pepito enterró a Jane en esa parcela y veintiséis años después volvió a sacarla. A partir de ese punto, su historia se aleja, descarrila.

«Empecé a organizarle una procesión cada cuatro de mayo. Venían algunas personas, íbamos a su tumba y le rezábamos el rosario. En el segundo misterio siempre se aparecía. No solo la veía yo, la veíamos todos, vestida de negro, como una ráfaga. Yo adoro a la Jane, de verdad. Ella es como Santa Rita, es abogada de las cosas difíciles. Por eso la gente viene, le ponen flores, le tienen mucha fe».

Lápida en homenaje a Jane inaugurada en 2010 en la zona noble del cementerio.

Pepito sonríe, consciente de lo que acaba de decir. Ha dicho santa, no aparición ni fantasma. Santa. Porque Pepito asegura que el espíritu de la difunta Jane —esa mujer excéntrica de vida cegadora y breve como las bengalas, esa católica en el último minuto— hace milagros: Familias que iban a perder su casa gracias a la escritora la conservaron, mujeres que habían peleado con el marido se reconciliaron por ella, enfermos mentales desahuciados por los médicos recobraron la paz por su intercesión. Todas las flores que rodean la lápida negra, son por eso, por los milagros. Por la gente que viene a rezarle como si acudiera al santuario de Lourdes, a rezarle a Jane. Una santa demente, lesbiana, bebedora. Una escritora sin apenas lectores, pero con un buen puñado de fieles.

«Es una santa —insiste Pepito—, una santa con vida bohemia. Ella fue una mujer aventurada, pecadora, pero también una mujer muy buena, por eso yo la canonicé. Tenía una vida de seres humanos, porque somos humanos no somos ángeles, tenemos nuestros defectos. Y a Dios hay que ir a través de nuestra fragilidad, de nuestros pecados. Dios no se escandaliza si era lesbiana, pues cada uno es como es. Lo dice el Evangelio: no juzguéis y no seréis juzgados».

«Es una santa —insiste Pepito—, una santa con vida bohemia»

Hace diez años que Pepito ya no le hace procesiones a Jane, porque hace diez años dejó de ser cura. El Ayuntamiento decidió cerrar la capilla del cementerio para restaurarla y, con tal de no dejar a Pepito solo y sin otro oficio que el de dar compañía a los muertos, le ofreció la posibilidad de quedarse como auxiliar de seguridad. Pepito colgó entonces el hábito y se puso un polo de uniforme. El cambio fue difícil, dice, pero ahora gana su «sueldecito», tiene sus vacaciones y sigue al lado Jane, su Jane, de la que habla siempre con los ojillos tiernos —«la quiero mucho, mucho, a la Jane»—, la voz melosa, como de niño enamorado.

«¿Y la ha visto hoy?». 

«La vi ayer —asegura. Parece que los muertos no están por complacer a los vivos, se aparecen cuando les da la gana—. Como se cumplían los cincuenta años, fui yo solo por la tarde a hacerle mi propio homenaje. Me puse el hábito», cuenta Pepito y después de rebuscar en el móvil muestra una foto en la que efectivamente se le ve de pie, vestido con la túnica, el cíngulo, el crucifijo y unas gafas de sol oscuras. Él sonriendo orgulloso, al frente de la tumba negra, toda cubierta de flores. Un retablo surreal. «Lo hice para mi recuerdo. Cuando se cumplan los 75 años solo espero estar vivo para hacerlo otra vez».

Y todavía Pepito no lo ha enseñado todo, como buen contador de historias se guarda lo mejor para el final. Entonces deja al lado el móvil y se aleja renqueando, balanceando su cuerpo comido por la artrosis —en otra demostración de fe, el hombre honra a su santa incluso en la cojera— y al poco rato vuelve con una cartera en la mano y de ella saca una estampita plastificada, una de esas que venden con imágenes de santos y de vírgenes acompañadas de oraciones, salvo que en lugar de un santo o una virgen, la estampita muestra la cara de Jane, la foto de ella joven y desafiante de su biografía. «Es mi relicario», dice Pepito, y plastificado en la misma foto señala abajo en una esquina unas hebras cobrizas, salpicadas de restos de tierra, un mechoncito de los cabellos rojos que él mismo enterró y desenterró y en medio de todo se guardó un poco para llevarlos siempre en el bolsillo.

José Fernández Meléndez –Pepito- posa en el cementerio donde todavía trabaja junto al relicario de Jane Bowles.

«Yo creo que cuando ella me miró con esa mirada profunda en la clínica ella sabía que yo la iba a cuidar aquí toda la vida y que la iba a dar a conocer. Yo fui el que la dio a conocer», dice Pepito con el aplomo que da el compartir la vida solo con muertos, la suerte de que ellos nunca te quitan la razón. Luego posa para las fotos con su relicario, sonríe y arruga los ojos, con la satisfacción de haber cumplido su parte, su pacto silencioso. Jane no encontró las palabras para poder acabar su historia pero, como en el más absurdo de sus relatos, vino un cura cojo y menudo de Málaga a escribirle el mejor de los finales. Ya lo advirtió la propia Jane, mujer lúcida y clarividente incluso en medio del delirio, lo dejó escrito en una de sus últimas cartas: «Siento que lo he hecho todo, absolutamente todo mal, pero quizá ocurra algo bonito de todos modos».


En la imagen de cabecera, relicario fabricado por Pepito, el cura, con una fotografía de Jane y unos mechones -en teoría- del pelo de la escritora.