Ocultos entre manglares, escuchamos a un grupo de hindúes y musulmanes rezar juntos dentro de un santuario de terracota en este lugar donde todo se construye con tierra. Es una oración para que mi compañero no se los coma. Estamos en los Sundarbans, una región que se extiende por India y Bangladesh «donde el mar penetra en la tierra y la envuelve, y la tierra penetra en el agua y la envuelve». Con otra particularidad: es la zona del mundo donde más personas son devoradas por tigres.
Esto lo cuenta muy bien Sy Montgomery, que realizó cuatro viajes a los Sundarbans para escribir El embrujo del tigre. Ella solo vio uno, durante su primera incursión, pero le salió un libro tan hipnótico que he cruzado medio planeta para experimentar la majestuosidad de un espacio y un animal en cierta manera insólitos. Hasta ahora sabía que un tigre es capaz de dar saltos de hasta seis metros con una presa humana en las fauces, acercándose así a la idea de volar. Y en el libro me enteré de que los nativos lo consideran un animal anfibio, certidumbre corroborada por que la mayoría de las capturas las hace en los ríos y canales, a menudo nadando sigilosamente tras las barcas.
—¿Tanto te gusta el agua?—, le pregunto a mi anfitrión mientras los feligreses comienzan a salir del santuario al campo.
—No es que me guste o no, es que vivo entre la tierra y el agua. Mira —dice cabeceando hacia la gente. Todos son de la casta hindú más baja o musulmanes pobres—. Aquí no abundan los rollizos pero ése morenito tiene una pinta…
A principios del siglo XX, en seis años se registraron 4.218 muertes por tigre en los Sundarbans, al menos eso le han dicho a Montgomery. Algunos expertos aseguran que la salinidad del agua puede causar daños en el hígado de los felinos, irritándoles lo bastante para zamparse incluso a los humanos aunque parece más creíble la teoría de que, cuando el Ganges desembocaba en esta parte del golfo de Bengala, antes de que la presa desviara su cauce hacia varios afluentes, el río traía los cadáveres entregados ritualmente a las aguas. Los tigres los interceptaban, se comían un fiambre tras otro y así fue como se habituaron a la carne humana. Luego, cuando la presa les cortó el suministro, decidieron cazar gente ellos mismos. Lo hacen de maravilla.
—¿Y en España no coméis hombres?—, pregunta el tigre mientras nos adentramos en el bosque.
—A veces algún crío —digo— pero hace tiempo que no. Lo nuestro son más los rebaños aunque en occidente las cosas se están poniendo difíciles, ya sabes.
Veo una víbora de Russell, de picadura letal, y gracias a Montgomery sé que por aquí andan otras serpientes venenosas como «el krait rayado, la shutanuli verduzca, que se deja caer desde los árboles y te pica en la cabeza con la lengua, y la kalash, que se te mete en la cama por la noche». En la orilla, un cocodrilo sale dando tumbos del agua y engancha la pata de un ciervo.
—Tú tranqui que vas conmigo. Vamos—, dice el tigre tirándose al río unos metros más allá.
«Muchos animales que se consideran terrestres, aquí nadan», advertía Montgomery. Varanos, ciervos, jabalíes. Esa señora hasta vio a un macaco «cruzando el río al estilo perrito». Yo soy un lobo. Si lo hace un macaco…
—¡Que es para hoy!—, dice el tigre.
Me lanzo al agua y empiezo a nadar junto al gran gato intentando no pensar en la cantidad de gusanos e infoseres acuáticos que ahora mismo están en disposición de pulverizar mi organismo. El cielo se ha nublado, y mientras en una orilla sopla un fuerte viento, en la otra no lo hace, produciéndose una situación demasiado rara e inquietante así que ahora hago auténticos esfuerzos por tampoco pensar que el delta del Ganges es uno de los lugares del mundo donde más crecen las mareas provocadas por tormentas; ni en que quien me está guiando tiene fama de fantasma, un semidiós en general invisible que solo se deja ver cuando quiere y, según dicen, puede habitar los cuerpos de las personas.
Pero lo estoy pensando, ya ves. ¡Todo por culpa de Sy! Esta mujer se sirvió del tigre para desgranar el imaginario de quienes viven alrededor suyo, y por eso el libro incluye un montón de páginas sobre chamanes, ritos y costumbres vinculadas a un animal que sin embargo es adorado como símbolo de la justicia y el equilibrio de este mundo. «Los tigres de la mitología asiática actúan como un puente entre la vida y la muerte, entre el pueblo y el bosque, entre el cielo y la Tierra. Los tigres ayudan a la gente a comprender su pasado y su futuro, y su relación con las fuerzas que gobiernan el mundo».
En la otra orilla, me sacudo el agua pero él no.
—Esto de que te comas a las personas y ellas no te quieran matar no lo entiendo-, digo, como buen lobo español que soy.
—Bueno, si les ataco me intentan matar. Lo que pasa es que casi nunca me ven.
—¿Cazas de noche?
—En eso también soy distinto a los tigres de otras zonas. La noche va bien pero las mejores horas son entre las siete y las nueve de la mañana y las tres y las cinco de la tarde, cuando la gente entra y sale del bosque para ir a trabajar o hacer sus cosas.
—He leído que durante una temporada los nativos pusieron muñecos de arcilla conectados a cables que soltaban descargas eléctricas… para ver si dejábais de comer humanos.
—Sí. Una tigresa con la que yo… ya sabes… pues a esa tigresa uno de los muñecos le dio un buen trallazo. Pero aprendimos a distinguir arcilla de carne. Luego vino lo de las máscaras. A los pescadores les dio por ponerse unas máscaras de plástico con rostro humano en la nuca, porque no nos gusta atacar de frente, pensamos que nos van a pillar. Estuvimos cinco o seis meses engañados sin comernos a casi nadie. Yo pensaba que los humanos se habían vuelto increíblemente listos, siempre en guardia… pero cuando nos dimos cuenta del truco… yo estuve cazando casi uno por semana. Tú sabes todas esas cosas por el libro de la americana, ¿no?
Sy Montgomery nació en Fráncfort, Alemania, pero lleva décadas en Nueva Hampshire así que no corrijo al semidiós.
—Sí.
—Es muy bueno. Tiene ritmo, alterna muy bien la acción con las opiniones de cazadores, rescatadores y expertos en tigres, y recrea las atmósferas de un modo alucinante. Lo de cuando enferma con un golpe de calor… Me lo sé hasta de memoria: «me sentía como si viajara en una pequeña cápsula espacial, rodeada de lluvia, envuelta en calor, en una especie de sopor onírico a caballo entre la magia y la enfermedad». Buah, ¡ésos son mis Sundarbans!
—Es un pasaje espléndido.
—Dice alguna cosa que podríamos comentar, como lo de que comemos menos forestales porque son «los protectores del bosque». Un poco se les respeta, pero vaya, carne es carne, tampoco nos pasemos con el rollo mitificador.
El tigre orina junto a un tronco dejando ese olor de «palomitas con mantequilla» constatado por varios husmeadores de heces. Enseguida defeca unos excrementos donde brillan unas escamas de pez que confirman su elástica dieta. Temo que decida probar un bocado europeo pero me han asegurado que no es un animal traicionero y por eso Alá escribió sobre él que es el rey de todos los animales. Oteamos la isla de Mechua en la fachada marítima oriental de los Sundarbans, entre el bloque de las islas Baghmara, que significa «muerto por un tigre». Y entonces le pregunto si es verdad lo que dicen por ahí, y la razón por la que he querido entrevistarle justo a él.
—Sí —responde—, fui yo el que estuvo persiguiendo la barca de las mujeres —en ese viaje, Montgomery vino con una amiga—. Me interesaba su olorcito, los extranjeros son raros por aquí. Tampoco es que fuera delicioso pero hay que probar cosas nuevas, ¿no?
El tigre me mira muy serio. Suelta un rugido y se echa a reír. Empieza a llover, como muchísimos días al año aquí. Llueve tanto que la gente pasa días enteros sin salir de casa. Es un mundo líquido sintonizado a una atmósfera fascinantemente cautivadora, entre los mangles, el calor, la niebla y la lluvia, adonde me he acercado gracias a esa rara avis que es Montgomery.
—Pero se me escaparon —dice mi compañero—. Atento.
Sus bigotes, ese «tercer ojo táctil» que poseen los felinos, se estiran unos milímetros hacia adelante. A unos cien metros, una tigresa y su pequeña cría agazapada aguardan en la orilla el paso de una embarcación en la que viaja una chica que está recriminando algo al joven que la acompaña, enfrascado en hacer piruetas en la parte trasera de la nave.
—La madre le va a enseñar a cazar—, ha dicho el tigre.
Imagen de cabecera, CC IABI