Es el año 1253 en la Serenísima República de Venecia.  Hay dos hermanos: son mercaderes, son hijos y nietos de mercaderes, se llaman Nicolás y Mateo y son los propietarios de la «asociación comercial fraterna compagnia Casa Polo». Son ricos y están buscando el camino más corto hacia las especierías; quieren pimienta, clavo de olor, jengibre y nuez moscada, también piedras preciosas, marfil, porcelana y seda.

Todo lo que desea Europa está en Oriente.

Desde hace un tiempo ya no es delito «comerciar con los infieles». Cristianos y sarracenos están haciendo negocios pero las mercaderías que vienen de China, del Tíbet o de la India pasan primero por manos árabes y los Polo quieren evitar intermediarios. Por eso están dispuestos a ir ellos mismos hasta la fuente de los tesoros: «las legendarias tierras del sol levante».

Oriente es una tierra mítica, siempre lo ha sido. En el principio era una idea incierta y a la vez una quimera —«todo lo que hay hasta el mar océano y el paraíso terrenal»— hasta que Heródoto hizo sus viajes y trajo noticias de lo desconocido. Después «el gran Alejandro» se aventuró a punta de lanza y avanzó sobre «esa parte de Oriente que se denomina Asia» todo lo que sus soldados pudieron soportar. Es la mitad de la tierra conocida, es el lugar «donde se eleva la montaña con el arca del diluvio», es un mundo que los antiguos conocieron y que los europeos medievales codician y temen en igual medida. Mitólogos y científicos estaban de acuerdo por aquellos años: allá lejos, hacia el este, hay «un jardín ideal de fauna fabulosa y flora fantástica, con ríos que arrastran el oro, donde se encuentra la preciada seda, esa lana de árbol» que había vuelto locas a las mujeres romanas.

Plinio El Viejo lo sabía, «esa delicia para los ojos y el tacto» había arruinado Roma: «las matronas degeneradas» se envolvían en unas «telas de araña que permiten al extranjero ver lo mismo que al esposo». El paño transparente «atrapó a los incautos» y encendió «la avidez de los hombres por complacer a las mujeres» y una onza de seda llegó a valer doce onzas de oro. Con el tiempo y las cruzadas los encantos de Oriente se volvieron cada vez más caros y peligrosos y el «enigmático país de la seda» se volvió inaccesible para los cristianos.

Controlar la ruta de la seda es estratégico porque por ahí pasa todo.

En el mar los genoveses disputan el comercio con los venecianos. La rivalidad es antigua y cada tanto se trenzan en algunas batallas, pero por tierra es otra cosa. Ninguno hasta ahora se aventuró mucho más allá de Constantinopla y los hermanos Polo lo van a hacer. Pergeñan un viaje improbable para cristianos y alistan una caravana con la que irán hasta los confines del mundo, adentrándose «en el inconmensurable imperio mongol».

Estamos en el puerto de Venecia viendo partir a los hermanos. Nicolás se despide de la mujer que ha desposado hace apenas unos meses; ignoramos si hubo votos para la vuelta, lo que sí sabemos —y ellos no— es que pronto nacerá el hijo de ambos y que la madre lo va a llamar Marco. El niño es rico desde la cuna y crece en la tradición de una casa que compra y vende mercancías para ganar dinero. Los años pasan y los viajeros que se han ido a las tierras del gran Khan no regresan. No hay cartas, no hay noticias, no hay señales.

Marco Polo crece sin nadie a quien extrañar hasta que al cabo de un día como los otros ve llegar a dos que dicen ser los que se fueron hace quince años. Traen historias y mercancías. El chico los escucha fascinado y algún día contará esas aventuras para muchos, pero habrá que esperar para conocerlas. Hay que imaginar ahora a un niño que se creía huérfano y conoce a un hombre que suponía muerto y es su padre y le cuenta relatos de maravillas de un lugar en el que todo es sorpresa y tesoros. Hay que imaginar a una familia con mucho dinero y ganas de tener aún más. Pronto volverán a partir.

Los meses que pasaron en Venecia los habrán gastado en la venta de cada objeto que trajeron y en los preparativos para el nuevo viaje, también se entrevistaron con el Papa por encargo del emperador mongol que se mostró muy interesado en «esa religión hecha de funcionarios» que se ha extendido por toda Europa. Saldrán otra vez hacia Oriente pero esta vez los hermanos no van solos: llevan al joven Marco con ellos. Allá los espera Kublai Khan, el rey de reyes que gobierna «el imperio más grande que el mundo haya visto jamás» y que no está interesado en ningún producto que venga de Europa; lo que sí les ha pedido es que, en caso de volver, no se olviden de llevar cien sacerdotes de muestra y una colección de botellas de agua bendita.

De los cien clérigos requeridos, los Polo solo pudieron reclutar a dos frailes dominicos que a muy poco de andar pegarán la vuelta, agobiados por un territorio desafiante. Nicolás, Mateo y Marco siguen avanzando mientras el clima se los permite, se protegen de las nieves del invierno y del sol que les cae encima mientras cruzan el desierto así que no es improbable que hayan recurrido al agua bendita prometida al Kublai Khan para apagar la sed.

Mientras tanto, en Venecia, nadie sabe de ellos y así seguirá todo durante diecisiete años más, quizás veinte, porque los tiempos son laxos e imprecisos en los viajes medievales. Parte de lo que vivieron en Bagdad, Persia, China, Java o Ceylán será relatado en un libro, pero también falta tiempo para eso. El año es 1295 y ahora vamos a verlos volver a casa.

«Temían los viajeros una presencia estrafalaria: vestidos a la usanza tártara, con la barba que les llegaba al pecho, habían olvidado la lengua veneciana, no logrando hacerse entender con el endiablado idioma tártaro que hablaban. Nadie creyó que fueran los Polo».

Cuando los tres llegan a Venecia encuentran su palacio usurpado por unos extraños que han tomado sus bienes vacantes. Es que, claro está, todos los daban por muertos porque una cosa es tener la fortuna divina de sobrevivir una vez en tierras bárbaras y otra muy diferente —imposible— sería lograrlo dos veces. Sin embargo aquí están. Pero nadie cree que esos «salvajes» sean los comerciantes nobles y ricos del palacio, «legítimos beneficiarios» de la Casa Polo: son «impostores, aventureros, peligrosos».

Entonces, como si se tratara de una epopeya griega, pasarán por un proceso de reconocimiento a partir del engaño. Dinero no les falta, así que compran otro palacio sobre el Gran Canal, «con su mobiliario completo y su servidumbre», y allí invitan a todos sus conocidos, les sirven «un banquete deslumbrante» y les ofrecen alforjas con productos deslumbrantes traídos del viaje: «una lluvia de piedras preciosas y perlas que a todos deslumbró». Qué importa si son extranjeros, mucho mejor que eso, son ricos. Todavía con sus ropas tártaras aprovechan un momento de la velada para desaparecer y, con un premeditado efecto dramático, vuelven después de rato «con sus barbas afeitadas y vistiendo riquísimos trajes venecianos bordados en oro».

El milagro del regreso por fin se había producido.

 

El artículo continua en la segunda parte


Las citas directas incluidas en este artículo han sido extraídas del libro Los viajes de Marco Polo relatados por él mismo, en la edición de 1947 de la Editorial Claridad, en Buenos Aires.

Esta versión fue traducida por Eros Nicola Siri, quien también escribió las notas preliminares.