Bronce, memoria y esperanza a los pies del Costabona
El día se presentaba propicio. Pero desde que me levanté, incluso después de desayunar, el run run en el estómago propio de las horas previas a un momento en el que tienes depositadas muchas expectativas se iba acrecentando.
Todo estaba perfectamente definido y preparado con antelación: el lugar exacto, la hora prevista, los medios técnicos necesarios. Llegado el momento, y asumiendo que el incordio estomacal me acompañaría en todo el proceso, me calcé las botas de montaña, me puse una chaqueta ligera, cargué la mochila con el equipo de grabación completo y me dispuse a caminar un rato por la montaña.
A esa hora de la mañana ya no hacía frío. Alguna racha de viento suave removía las copas de los árboles que flanquean el camino que lleva hacia la posición escogida el día anterior.
La primera parte del trayecto era en bajada y, como había salido con tiempo, la cadencia plácida de mi paso me permitía inspirar y espirar de forma lenta y profunda ese aire limpio del que se disfruta en Los Pirineos.
En el ambiente se podía intuir, también en el sonido arenoso y compacto de mis pasos sobre la tierra que cubría el camino, que hacía tiempo que no llovía y las fragancias —no siempre de origen vegetal— que se entremezclan en el aire extrañaban la humedad propia de estos parajes. A pesar de que no amenazaba lluvia, teniendo en cuenta lo rápido que puede cambiar la situación a 1 250 metros de altitud, no pude dejar de pensar en la posibilidad de que entre alguna nube se camuflara un chaparrón. Una contrariedad que hubiese dado al traste automáticamente con la tarea que me había propuesto.
A mitad del descenso, en el lado izquierdo de la pista, se apreciaba una senda ancha que se perdía, sugerente, entre la vegetación del bosque formado por bojes, avellanos, abedules, fresnos. Siguiéndola se llega a una de las numerosas vecindades de casas que se vinculan a una entidad municipal mayor, algo muy propio de la comarca gerundense del Ripollés.
Mientras me adentraba por el desvío y me distanciaba del camino de piedras y tierra, la cobertura de vegetación, muy reseca tras el invierno, iba ganando presencia. Y con ella un sonido más crujiente y estirado crepitaba bajo mis pies para mezclarse con las voces del carbonero, el mirlo, el petirrojo… algún herrerillo.
Progresivamente, lo que era una senda se fue difuminando entre hojas, hierbas, ramas y hasta árboles enteros caídos en medio del recorrido. Obligado a ir fijándome dónde poner los pies para no tropezar o golpearme con los pequeños obstáculos que me encontraba, terminé de perder la ya imperceptible senda.
En aquel terreno, una y mil trayectorias se extienden entre la vegetación en todas direcciones. Estas incontables trazadas las producen las vacas y caballos en su incesante búsqueda de hierba fresca por cada rincón de esta ladera, como de la mayoría de las laderas de este recóndito enclave situado en el Valle de Camprodón, en el extremo oriental del Parque Natural de las Cabeceras del Ter y del Freser.
A mitad del descenso, en el lado izquierdo de la pista, se apreciaba una senda ancha que se perdía, sugerente, entre la vegetación del bosque formado por bojes, avellanos, abedules, fresnos.
Sin la pista del desaparecido sendero, durante unos pocos segundos, me vi perdido. Por suerte, el conjunto de casas que constituyen esta vecindad perteneciente al municipio de Molló ya asomaban su tejados con sus chimeneas y sus fachadas de piedra, con sus puertas y ventanas de madera, entre las todavía peladas ramas de los árboles. Así pude reconocer el terreno, recuperar mi posición e ir aproximándome al sitio exacto en el que había previsto instalarme.
Es cierto que después de rectificar alguna que otra vez la altura y la orientación hasta dar con la esquiva posición dudé si era la mejor ubicación. Pero me decidí por seguir la idea inicial y no complicarme más las cosas.
Finalmente, descargué la mochila y me dispuse a montar y preparar el equipo: trípode, soporte, micrófono con antiviento, cable, grabadora, auriculares. Todo lo necesario para documentar el toque de la recuperada campana, devuelta al también reformado campanario de la iglesia dedicada a la Verge de les Neus —en constante proceso de acondicionamiento—, en la vecindad de Espinavell.
La campana y el campanero: memoria familiar y comunitaria
Con todo, lo que me resulta extraordinario de este documento no es estrictamente el toque de la campana objeto de la grabación —«la Gloria» del sábado de resurrección—, ni la campana misma, aunque también tiene su historia. Ni el recuperado campanario —condición indispensable para el uso de la campana—, ni la propia iglesia, construida inicialmente a finales del siglo XVII.
En este caso, lo que me parece más destacable, por auténtico y genuino, es que al otro extremo de la cuerda que hace que el badajo impacte con el bronce para producir este majestuoso sonido no hay un mecanismo automático, sin alma ni memoria, sumiso e inerte. Lo que convierte este tintineo en un acontecimiento excepcional, reconocido por el Ministerio de Cultura como Manifestación Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial, es que en esta vecindad el toque de campanas es manual y lo ejecuta un campanero. Seguramente uno de los últimos que quedan por la zona. Su nombre es Betra y cuenta 84 años de una vida aferrada a este terruño.
Al hablar con él, en la puerta de acceso al pequeño patio frente a su casa, se percibe la amarga desilusión de quien ve cómo su labor puede desaparecer el día que, por el motivo que sea, no pueda subir la empinada rampa de pavimento empedrado que le separa del campanario. Una de las más, si no la más, empinada de las que estructuran la vecindad en torno al templo.
«Ya nadie quiere aprender esto», confirma el campanero. «Y me entristece pensar que la única solución sea la de instalar un mecanismo que toque de manera automática», continúa.
«En la campana —se refiere a la principal de las dos que actualmente forman el conjunto— están grabados los nombre de mis padres», asegura. «Ellos me enseñaron a tocar porque ellos las tocaban», aclara mientras mueve las manos de forma precisa y repetitiva, como tirando de dos cuerdas. «Fui aprendiendo los diferentes toques y cuando me llegó el momento empecé a tocarlas» explica con una mezcla de orgullo y rabia que no disimula en su gesto austero y grave. «Hasta que se la llevaron», apostilla casi refunfuñando.
Betra se refiere a la decisión de trasladar la campana principal de esta vecindad a la iglesia de Santa Cecilia en Molló. La que allí se utilizaba desapareció durante la guerra civil, ya fuese por su carácter simbólico o por el valor del bronce como materia prima para la fabricación de armas.
Esto dejó a los vecinos de Espinavell huérfanos de campana y sumidos en un silencio que, con esfuerzo y constancia, han conseguido dejar atrás.
Una vez Molló pudo disponer de un nuevo ejemplar para su campanario, tal y como se había recogido en un documento firmado por el propio párroco, la campana se devolvió a sus propietarios: los vecinos de Espinavell, quienes habían sufragado los gastos de su fabricación. Y entre ellos, la familia de Betra. «Fue así porque el párroco lo dejó por escrito y gracias a eso ha podido volver la campana a su sitio» sentencia satisfecho.
«Ya nadie quiere aprender esto», confirma el campanero. «Y me entristece pensar que la única solución sea la de instalar un mecanismo que toque de manera automática», continúa.
Por eso, cuando este vecino sale de su casa en dirección a la iglesia para tocar las campanas, una fuerza inasequible al desaliento guía sus titubeantes pero decididos pasos que perpetúa una tradición familiar a la que no está dispuesto a renunciar mientras le sea posible. Porque no se trata simplemente de hacer sonar unas campanas sino de mantener viva la memoria de su propia familia, así como la historia y la identidad de esta vecindad minúscula y aislada, situada en la falda del Coll Pregon.
Una manifestación paradigmática de la máxima atribuida al compositor, músico y artista valenciano, Llorenç Barber, mundialmente conocido por sus conciertos de campanas, quien sostiene que «las campanas son la memoria de una comunidad». Una afirmación ampliamente documentada por el historiador francés Alain Corbin (*1) y precisamente argumentada por el compositor y teórico canadiense Barry Truax, en sus reflexiones sobre la «Comunidad Acústica»(*2).
Una comunidad acústica que no deja de mirar al futuro.
Y es que, a pesar de la avanzada edad de la mayoría de los vecinos de Espinavell, han sabido aprovechar la iniciativa y el empuje de Eva, quien ya hace algunos años dejó el centro de Barcelona para instalarse aquí. Ella ha sido quien ha impulsado y coordinado los trabajos necesarios para lograr devolver la campana y el campanario a su estado de uso actual: reuniones, proyecto, reuniones, permisos, reuniones, planes de ejecución, reuniones, ejecución… y más reuniones que continuarán.
Entre la iniciativas lanzadas, idearon una campaña permanente de financiación abierta con el lema «Ens ajudes?» (¿Nos ayudas?), con el único objetivo de financiar los gastos de las obras, «porque La Iglesia, en mayúsculas, no tiene dinero para una obra así, perdida en Espinavell, y los vecinos decidimos que había que hacer el esfuerzo», aclara Eva.
«Hubo bastante gente que nos dijo que no podían poner dinero pero podía venir a actuar sin cobrar e hicimos, de manera imprevista, un ciclo de cuatro conciertos con los que recogimos bastante dinero y seguimos adelante con la obra», explica Eva, quien además, regenta el pequeño restaurante —que hace también de bar y de ultramarinos— que hay junto al templo.
Una vez concluida la reforma del campanario y la instalación de las campanas, los trabajos en el propio templo continúan, aunque van avanzando lentamente. «No va al ritmo que nos gustaría porque no se trabaja en los meses de verano, pero nos lo hacemos nosotros y nos encanta porque estamos construyendo algo para el futuro», apostilla mientras en su cara se dibuja una sonrisa emocionada.
En suma, este tañido ocasional —casi exclusivamente se puede escuchar durante las fiestas patronales de la Virgen de las Nieves a principios de agosto— puede elevarse a la categoría de lo extraordinario y lo formidable. Porque no se trata simplemente de una costumbre rutinaria directamente asociada a unas creencias, o a la intención de fijar el paso del tiempo, sino del ejemplar esfuerzo de una comunidad que lucha por mantenerse viva que alza la voz de sus campanas para reclamar un lugar en la valle de Camprodón, en Los Pirineos y en el mundo.
«Hubo bastante gente que nos dijo que no podían poner dinero pero podía venir a actuar sin cobrar e hicimos, de manera imprevista, un ciclo de cuatro conciertos con los que recogimos bastante dinero y seguimos adelante con la obra», explica Eva, quien además, regenta el pequeño restaurante —que hace también de bar y de ultramarinos— que hay junto al templo.
No cabe duda de que estas vibraciones de bronce y esfuerzo colectivo que empiezan en la voluntad inquebrantable de Betra —y de todos los vecinos con él—, henchidas de historia y esperanza, constituyen esa información con un papel profundo y significativo para la comunidad acústica que señala Truax.
Y por todas estas razones, cuando las campanas de Espinavell excitan el aire que las envuelve y las ondas sonoras escapan por los vanos del campanario resonante de piedra para inundar cada rincón del valle, cuando su voz vibrante enmascara el susurrante discurrir del Ritort, cuando su estela etérea se extiende bajo el canto de carboneros, mirlos, herrerillos o petirrojos, cuando su espectral presencia difumina los ladridos, mugidos o el suave cencerro de algún animal disperso, y su vehemente llamada se impone sobre las voces distantes; el valle entero se llena de vida.
Al acabar la grabación, y todavía con el resonar del valle asentándose en mi memoria, aproveché que la lluvia se mantenía ausente y me quedé un buen rato sentado. Alí, solo en medio del bosque, frente a las casas de Espinavell, con el Costabona a mi izquierda dominando el valle, pude recrearme y paladear aquel arquetípico paisaje sonoro rural cargado de significado y de belleza, de emoción y de memoria, de ilusión y de esperanza.
El run run que me había acompañado hasta ese momento se fue disipando y con la relajación fui concretando un pensamiento: «esto hay que disfrutarlo mientras sea posible». Después, seguramente, seguirá sonando la campana, pero se habrá perdido algo que tiene que ver con la diferencia entre una persona, con un profundo sentido de la identidad comunitaria y una sufrida tradición familiar a sus espaldas; y un frío mecanismo, con sus revisiones periódicas y sus piezas sustituibles.
Algo que, a diferencia de la propia campana, el campanario o el templo; será imposible recuperar.
Imagen de cabecera, CC Amante Darmanin
- Alain Corbin, «Les cloches de la Terre. Paysage sonore et culture sensible dans les campagnes au XIXe siècle», Champs histoire. Editions Albin MIchel. 1994
- Barry Truax, «Acoustic Communication», Second Edition. Ablex Publishing. 2001