«Creo en la historia de mis pies» — J. G. Ballard

 

Todo empezó con mi tío Ramón, andariego de ley. Crecí sabiendo que de joven caminaba, una vez por mes, 60 kilómetros a campo traviesa para encontrarse con su novia Brenda. Luego apareció Robert Walser. Lo descubrí cuando vivía en Ginebra, y leer El paseo me sigue maravillando. Más tarde vino un tal Marc Caellas y juntos convertimos la nouvelle del escritor suizo en obra de teatro a pie. Los peregrinajes me  llevaron a andar, vestido de hombre decimonónico, por Bogotá, Montevideo, Buenos Aires, Madrid, San Pablo, Barcelona, Ciudad de México y La Habana, y a investigar textos vinculados con  la dromomania, desde Carl Seelig hasta Rebecca Solnit pasando por Osvaldo Baigorria.

En algún momento impreciso encontré, en una librería de viejo neoyorquina, The 53 Stations of the Tokaido, un tomito con reproducciones de grabados de Hiroshige. Entonces no conocía a ese maestro japonés del ukiyo-e y jamás había oído hablar del Tokaido. Sin embargo, sabía que el destino me tenía preparado, allá lejos y en el tiempo, un viaje a Japón, y que desembarcaría en la isla con la frase «navigare necesse est, vivere non est necesse» —atribuida por Plutarco, en sus Vidas, a Pompeyo, y usurpada por la Liga Hanseática, Pessoa y Caetano Veloso, en ese orden— tatuada en el brazo derecho.

En épocas del Período Edo, entre 1603 y 1868, el Tokaido era la más importante de las cinco rutas del Japón feudal. Unía los 500 kilómetros que separaban Tokio de Kioto, la antigua capital. Su nombre significa «camino del Mar del Este» porque coquetea con la costa y se diferencia del Nakasendo, que también discurría entre ambas ciudades, pero en medio de las montañas.

A mediados del siglo XIX, el pintor Utagawa Hiroshige retrató con estampas bucólicas las 53 estaciones del recorrido. Se trataba de postas donde los caminantes descansaban, comían y dejaban sentado su paso. Precisos y preciosos, los sofisticados dibujos hechos en papel de arroz registran no sólo hábitos sino también una peculiar forma de vida a pie. Hay picos nevados, plantaciones de té, puentes de madera, lluvias fenomenales y lagos turquesas; ataviados con colores muchas veces chillones, los peripatéticos llevan su carga al hombro o en palanquines y en los oníricos paisajes que plasmó el artista tokiota, al mirarlos de cerca, parece que se movieran.

Después de hacer ocho funciones de El paseo de Robert Walser en Barcelona y de tatuarme el aforismo latino que me prometí, aterricé en Tokio a fines de marzo. El plan era aclimatarme durante un par de días y rumbear de inmediato hacia Kioto a bordo de mis dos piernas. Iba preparado, pero no tanto. Una campera todo terreno, unas botas Quechua, una capa de lluvia, dos pantalones desmontables, un sombrero de aventurero y algunas pocas cosas más que cargué en la típica mochila de mochilero: 11 kilos en la espalda. Por delante, cuatro kilos en otra mochila con el ordenador, un trípode, una cámara de fotos que también filma, una Moleskine y una reserva de almendras, maní, castañas y nueces.

Si bien en Internet se informa, aunque sea de modo superficial, sobre el Tokaido, no hay casi nada que indique cómo hacer para transitarlo. Es que, hoy en día, a prácticamente nadie, sea occidental u oriental, se le ocurre perpetrar semejante osadía. En la sede porteña de la embajada japonesa una señorita me dijo, atónita, que hacía «sigros» nadie se le animaba. La excepción fue Matthew, un neozelandés que caminó las cinco rutas feudales y consignó sus peripecias en un blog. Entré en contacto con él y terminó siendo mi mejor adalid. Me dijo cómo hacer, dónde empezar, qué llevar, por qué obviar tal o cual trecho y se mantuvo atento, por mail, a mis avances.

El primer día fue el más fácil. Caminé desde la casa de Rei Sakai —le alquilé un cuarto por Airbnb—, que me despidió con reverencias y me regaló una botella de matcha frío, hasta Nihonbashi, el punto de partida «oficial» del Tokaido, kilómetro cero del país y un barrio de negocios muy trajinado. Parado cerca del puente que da comienzo a mi peregrinación, le dediqué unos minutos de pensamiento al grabado de Hiroshige que inaugura las 53 estaciones. Entonces caí en la cuenta de que tendría la oportunidad de cotejar, unos dos siglos más tarde, sus impresiones con las mías.

Vi barbijos por doquier, piernas ligeramente patizambas, chóferes con guantes blancos, mujeres uniformadas, cuervos graznando, paraguas transparentes, pocas miradas y niñitos con bonete. La primavera se insinuaba con tímidos brotes y en el mercado Tsukiji me regalé un panzazo de sashimi de caballa, sepia y pulpo. Yositeru, el dueño de la tienda, me vio cargando las mochilas y quiso saber hacia dónde iba. Hablamos por señas e intercambiando piezas de un inglés bizarro. «Walking, walking, walking!», repetía cuando entendió mi propósito. Se golpeaba las piernas y miraba las mías, estupefacto, tal vez porque se parecen más a espárragos que a firmes troncos. Me ofrendó unas galletas irrompibles («perusoná pureza», decía en su afán de pronunciar «personal present»), me dio la bienvenida a Japón y me saludó con un tierno «Sayonara, Eshtebá».

Caminé tres kilómetros más y en una pequeña estación subí a un tren rumbo a Odawara. «Mañana empieza la verdadera caminata», me había anticipado Matthew. El vagón rebalsaba de gente, pero el silencio parecía monacal: nadie, absolutamente nadie decía una palabra. Sólo se escuchaba de fondo una voz aguda y monocorde que musitaba ao vivo el nombre de las estaciones. Esa noche dormí en una casa de huéspedes, en una habitación de ocho camas marineras. Los anfitriones, Chiharu y Shunkei, abrieron la puerta corrediza de la entrada y me recibieron con un característico «moshi moshi», alargando como niños de coro la última sílaba.

Troqué mis zapatos por pantuflas, desensillé y compartí un caldoso ramen de cerdo con Shunkei, el hombre de la pareja. Uno se acostumbra al zumbido que provocan los asiáticos cuando succionan los fideos udon, pero imitarlos no es buena idea. Conversamos usando el Google Translator de tanto en tanto y entre otras cosas me dijo que jamás había escuchado que un foráneo recorriera el Tokaido a pie. En la mesa de al lado se instaló una pareja de viejos yanquis de origen nipón que vinieron en plan bohemio a conocer sus raíces. Había un gato naranja igual al de mi madre y recuerdo haber pensado «qué raro que no me entienda si le hablo en castellano».

A las tres de la madrugada abrí los ojos, como en las noches anteriores, pero conseguí volver a cerrarlos. Marqué la ruta del día en el Google Maps mientras tomaba el desayuno, una bandeja con té verde, sopa miso, arroz glutinoso, algunos encurtidos, pescado en tempura y una lacónica ensalada de chauchas, hongos y bambú. Aunque no me enorgullece la sumisión al gigante yanqui, no se puede negar, me parece, que hace muchas cosas bien («al que no le gusta, la perra gorda», habría escrito el catalán Josep Pla). Por más que nos vigile con sus drones, el mapa mundial de Google nos salva en casos como éste. Son las 7 y el pronóstico para la marcha de hoy es de 32 kilómetros hasta Mishima, cruzando el temible Hakone Pass, con tormentas aisladas. Hora de arribo: 3 de la tarde.

No sé por qué, pero por una corazonada paso el relato al presente. Estoy transpirando como un cebú en celo, tengo hambre, músculos cuya existencia desconocía se tensan y mis gemelos empiezan a arder. La mochila clava mínimas estocadas en la cintura y el mapa —accedo a Internet gracias a un artefacto que me provee wifi— ofrece un histérico circuito de curvas y contracurvas. La ruta es de montaña, de esas que podrían culminar en un centro de esquí, y está transitada entre manchones de nieve por vehículos sigilosos. De todas maneras, la corto al medio por un empinadísimo sendero de piedras flanqueado por pinos altos y flacos y por incipientes bambusales. Se trata del único trecho del Tokaido que fue preservado tal cual. Por eso será que empiezo a cruzarme con algunos Homo viator japoneses blandiendo bastones de senderismo.

Google Maps anuncia un «restaurante especializado en fideos soba». Como es la una de la tarde, decido que esa será mi posta: lugar de descanso y merecido almuerzo. Ahora sí, el cuerpo se manifiesta con quejas y yo, para contestarle, me hablo en francés o con acento cordobés —percibo eso a destiempo, cuando ya sucedió— y me convenzo así de que esta empresa no es estéril. Hablarme me hablo mucho, hacia adentro o en voz alta, de temas anodinos o de cuestiones metafísicas, generalmente en forma de epigramas. No logro profundizar los pensamientos y ante cualquier atisbo de desesperación me concentro en inhalar y exhalar. «Cuando las piernas no pueden caminar más, camina la cabeza», leí en uno de mis libros dedicados al tema. Ahora mismo el paisaje atraviesa mi mente como lo hacen las imágenes cuando medito: nubes apenas mecidas por el viento.

El restaurante que esperaba es una torre de sillas patas para arriba que se asemeja a una instalación de arte contemporáneo. Me saco las dos mochilas, estiro el esqueleto y me entrego a un prudente festín de agua mineral y frutos secos. Recargo energías y supero la tenue frustración sin mirar atrás ni adelante sino acá. Acá, ahora: este segundo, este metro cuadrado, este cielo. Unos 17 kilómetros de romería… y contando. Respiro conscientemente. El contorno blanquecino de las montañas; los nudos de mi espalda; la remembranza de una sonriente pareja de viejitos cosechando repollos. Eh, no: eso ya pasó. ¡Acá, ahora! El viaje está sucediendo y no importa si llego, si llegaré a destino. Yo persuadiéndome cuando aparece otra sonriente pareja, esta vez de caminantes.

Con ustedes, Ayako y Michi. Diría que tienen 60 años, pero acusan 83. Se dirigen a Amazake, una casa de té que está a media hora de acá. «Saka, saka», dicen al enterarse de que soy argentino. «Dicen» es un decir porque sólo habla ella, Ayako. Ella me pide permiso para sacarse una selfie haciendo la V de la victoria con los dedos, ella me muestra el paisaje, ella sugiere en un inglés rugoso que los acompañe. Nos movemos calladamente en trío. Cada tanto freno a filmar algo y me apuro en alcanzarlos. «Saka», insiste Ayako haciendo un gesto incomprensible con las manos. Tardo en deducir que se refiere al fútbol y que me asocia —paradojas de la globalización— con «Meshi, Meshi».

La casa de té abrió sus puertas hace cuatro siglos y hoy está atendida por la 13ª generación de la familia Yamamoto. Se trata de un lugar penumbroso, de frío ancestral, con un piso de barro desparejo y un caldero entibiando las paredes. Un palanquín que cuelga del techo tiraniza la decoración. Mis amigos me animan a ordenar con pelos y señales una dosis de chikara-mochi con amazake. Obedezco. Me enfrento entonces a dos pasteles de arroz y a un fermento muy parecido al sake, pero sin alcohol. Alrededor de nosotros, en mesas y bancos de madera rústica, hay algunas, pocas familias locales cuyo modelo suele calcarse: madre-padre-hijo. (Muchos habitantes no tienen hermanos y desconocen la gordura y son pulcros e higiénicos hasta el paroxismo, pero ésos son temas, me digo, para otra crónica.) Pues bien, el frugal banquete resulta, al contrario de lo que intuyo, un manjar, además de una inyección de calorías. La conversa con Ayako y Michi no prospera, así que ensayamos de vez en cuando algún gesto internacional y escrupuloso.

A la hora de pagar la cuenta encaro hacia la barra. Sitiada por los humos grises que brotan de una olla de regimiento surge Kotoyo, ama y señora de Amazake. Intrigada, quiere saber de mí. Como estudió en Estados Unidos, habla un inglés perfecto. Se confiesa una andarina «de fin de semana» y revela sin titubeos que envidia mi aventura. Al despedirnos cariñosamente me pregunta si me molesta que nos saquemos una selfie e insiste en obsequiarme un paquete de caramelos de café. Los japoneses y las selfies y los japoneses y el café: otros tópicos para otra ocasión (los japoneses y los regalos: uno más).

Me da por rumiar algo que no postergo: la relación de este país con el cuerpo me parece singular; generalizo, pues no veo otra forma de acercarme a una reflexión de esta calaña. Desde el vamos jamás percibí «eros» por la calle, en las siluetas de las mujeres o en las miradas de los hombres. Desde mi perspectiva occidental con tintes latinoamericanos, por no decir rioplatenses, he visto cuerpos asexuados, carentes de sensualidad, pero quizás ahí radique mi conjetura: detrás de esa opresión, de organismos puntuales y ordenados y uniformes y circunspectos y asexuados y compactos asoma una perversidad insinuada, puertas adentro, en casas minimalistas o en bares confusos. Pienso en el complejo universo de las geishas que no conoceré, en el furor del porno geriátrico, en los hikikomoris, en el machismo de pronto recalcitrante de los caballeros, en las damas que dan a luz y quedan sepultadas por la crianza del retoño único, en ciertos fetiches sexuales (la venta de bombachas usadas o de… ¡saliva!). Pienso, cómo no, en las perdurables secuelas que causa la estampida de dos bombas atómicas.

Digresiones aparte, reanudo el camino. Si bien no soy consciente de lo mucho que me queda por patear, allá voy despacio y sin prisa, aunque mis distracciones arruinen el promedio. Cae la tarde, se anuncia la noche y por la carretera 1, en paralelo a camiones de carga pesada y dudando de mis capacidades, llego a Mishima tardísimo con una linterna de minero en la frente. Estoy físicamente destrozado, pero feliz. Feliz como nunca lo estuve. Se trata de una felicidad discreta y chúcara, minúscula y grandiosa.

 

El viaje de Esteban continua en la segunda parte