Nuestros primeros pasos sobre la tierra crujieron. Cada uno de nuestros movimientos estaba amortiguado por una cambiante capa de vida que, a los ojos, no parecía más que arena. Sin embargo, nuestro peso nos decía que esta no era una arena cualquiera, y que el suelo del desierto donde se levanta la meseta del Colorado estaba más que vivo. No lo pisamos por mucho tiempo, ya que en seguida Tom, que conocía la zona, nos avisó de que el suave crujido del terreno era suelo criptográmico, una corteza biológica que tarda largo tiempo en desarrollarse y funciona como un mecanismo esencial para mantener el equilibrio natural del desierto. Entonces, pese a la inmensidad que nos rodeaba, comenzamos a caminar uno detrás del otro, en fila india, para minimizar nuestro impacto sobre la alfombra, presente en cada centímetro de superficie. De esta forma alcanzamos el escarpado lateral de la cuneta. Allí Zion resplandecía con la caída de la tarde y sus colores anaranjados, amarillos y rojos nos daban la bienvenida al sur de Utah.

Habíamos conducido la mayor parte del día desde Salt Lake City y en cuanto tocamos Hurricane, dejamos que Bob Marley le pusiera la banda sonora al momento. Zion, like a lion, comenzaba a envolvernos con su calor y a esa hora de la tarde Salt Lake City parecía estar ya a miles de kilómetros de distancia.

Dicen quienes viven por allí que Utah es todavía el secreto mejor guardado de Estados Unidos. A medida que nos vamos adentrando en el Parque Nacional de Zion, aparecen los imponentes riscos que se levantan a ambos lados del río Virgin. Nos preparamos para ascender hasta la cumbre del Angel’s Landing (literalmente, el «aterrizaje del ángel»), una de las más escarpadas y extenuantes del parque (440 metros de ascensión durante 8 kilómetros). Podríamos haber recorrido los narrows del río Virgin, donde la ruta se estrecha, pero las aguas están tan frías que no se pueden vadear sin neopreno. De pronto, nos parece posible, incluso hasta sencillo, escalar hasta la cumbre, a juzgar por los turistas de todas las edades que lo intentan, pero cuando la pendiente comienza a ascender nos damos cuenta de que la parte más interesante y solitaria del camino está por llegar. En el último tramo nos ayudamos de las cadenas de agarre para poder continuar la ascensión; en algunos tramos hay menos de un metro y medio de anchura en el paso. Desde allí, las vistas hacia el centro mismo de Zion son exuberantes. Tomamos un sándwich de manteca de cacahuete con mermelada para reponernos: la ocasión lo merece.

Abandonamos el parque a través de un imponente túnel con ventanucos abiertos al exterior. Cuando salimos de él, el paisaje ya ha cambiado de color: el antiguo naranja se ha convertido en un pálido amarillo. La Ruta 12 hacia Escalante, conocida como «la carretera del millón de dólares», nos dirige al Parque Natural de Bryce, donde los pinos de corteza oscura contrastan con los pináculos de piedra anaranjada. Esta ruta fluye a través del desierto y de las formaciones rocosas del Gran Staircase National Monument, que durante años ha estado a merced de la erosión de los vientos. Hay momentos en los que la línea de la carretera es tan recta que podemos ver a decenas de kilómetros de distancia, hasta casi el estado vecino de Colorado; en otros, como en el «Espinazo del infierno» (Hell’s Backbone), el corazón se nos sube a la garganta y la efervescencia de la adrenalina sume nuestros cuerpos en puro vértigo.

Es fácil imaginar la soledad y extenuación de los viajeros de antaño en un terreno tan árido como es Utah. Hasta 1940 el pueblo más cercano, Boulder, todavía recibía su correo a través de mulas durante gran parte del año. La carretera entre el Espinazo del infierno y Boulder se completó en 1933, pero los vehículos solo alcanzaban a circular en verano. El resto del tiempo Boulder y Escalante solo se comunicaban mediante carruajes entre los cañones. En 1935 los trabajadores del Cuerpo Civil de Conservación, un programa del presidente Roosevelt de ayuda laboral a jóvenes tras la Gran Depresión, comenzaron la carretera del bajo Boulder, ahora parte de la Ruta 12. Cinco años después se completó el trayecto permanente entre ambas comunidades.

Nosotros, sin embargo, recorremos el camino con facilidad. En un momento,  abandonamos la Ruta 12 y tomamos un desvío sin asfaltar en busca del río que discurre por debajo de nosotros. Después de otear la inmensidad de arenisca y arbustos, nos adentramos en un denso bosque de pinos altísimos. Al final del recorrido, un helado riachuelo, afluente del Escalante, juguetea entre las rocas. Entonces nos preparamos para dormir: a medianoche las temperaturas marcarán bajo cero.

Las nubes invernales y la nieve a lo lejos sobre las montañas Henry nos reciben cuando, al día siguiente, ponemos los pies en el Parque Nacional Capitol Reef. Encontramos ante nosotros un verdadero paisaje cinematográfico: del rojo arenisca de los western americanos, el inquitante desierto muta a los morados y grises de lo que podría convertirse en un nuevo planeta para el cine de ciencia ficción. Sin embargo, nuestro destino final está más allá del parque, y también de Moab, la ciudad lanzadera para «cualquier tipo de aventura en el desierto», como avisan los anuncios de los viajes en 4×4: queremos llegar a Indian Creek.

Indian Creek

Este enclave se ha convertido en el Grial de muchos escaladores. Llegamos con la caída de la tarde, una hora antes de que el sol se alinee sobre los pináculos de los cañones y desaparezca. Las Canyonlands, como se llama a esta parte de la región, sobrecogen por su belleza pura y roja. Durante la noche las cuerdas de guitarra le harán la competencia al mugido de las vacas en el valle. Dormimos alrededor del fuego; al despertar, nos encontramos un vergel en medio de un desierto y toda la piel se nos pone de gallina. Indian Creek, por suerte, no aparece en las guías de viaje más que en un par de líneas. Sobre todo los escaladores, veneradores de la roca agrietada del cañón, ansían conservar este secreto.

En Indian Creek no supone un problema que los teléfonos móviles no funcionen: hay varios paneles para dejar mensajes a los escaladores y visitantes en las zonas de parking. Un gorro de paja, un mapa dibujado a mano, nombre y apodos se entremezclan en los mensajes que mantienen en contacto a la comunidad que va y viene. Chris, uno de nuestros amigos, nos encuentra gracias a uno de estos mensajes: a mediodía llegará a los pies de Selfish Wall (el «muro egoísta»), emprendiendo el camino desde Nuevo México y  atravesando el valle y las ascensiones de The Ooze y Handsolo. Tom, Robert, Chris y Nick disfrutan alcanzando cada unión; mientras tanto, Kate, Thijs y yo, principiantes en escalada, repasamos nuestras muñecas en busca de señales de hazañas personales. «No creo que pueda sobreponerme a la sensación de empotrar mis manos en la pared y empujarme con ellas» dice Kate esa noche, y tiene razón. Una vez que la arenisca roja te ha mostrado su interior, aunque sea a través de una grieta minúscula en la roca, todo lo que para uno significa Indian Creek cambia por completo.

En el regreso, tomamos la ruta del sureste hacia Salt Lake City. Paramos en el Parque Nacional de los Arcos (Arches National Park) y pasamos por debajo de las arcadas surrealistas, rodeados de flora y color. La corteza criptográmica que habíamos conocido al principio de la aventura, vuelve a aparecer, en señal de despedida. Abandonamos Utah con la sensación de que aquí, como en otros pocos lugares de la Tierra, la naturaleza es por sí sola la mejor anfitriona. Y, en ocasiones, también el secreto mejor guardado.