Es un sonido estremecedor, demoníaco, de una frecuencia tan inhumanamente baja que hace que un escalofrío te recorra la espalda. Lo llaman «canto resollante», o sea, un canto ronco, áspero, cavernoso, lo que nosotros llamamos un canto gutural. Aunque la imaginación nos dice que es más bien una melodía que arrancan a alguien del vientre, un canto de un agonizante bajo tortura.

Los fantasmas

Siento como si me hubieran encerrado en un enorme transformador, pero en realidad no es más que un viejo coche todoterreno: yo voy en el asiento de atrás; en el de delante van dos chamanes que no paran de resollar, de entonar ese canto espantoso durante todo el trayecto. Aunque resulta ser una técnica extremadamente útil, pocos saben emplearla, pues no es fácil extraer de uno mismo sonidos tan cavernosos. Y a veces ocurre que gracias a ellos el chamán y su cliente alcanzan estados alterados de conciencia más rápidamente que con el ruido del tambor.

Estamos en la República de Altái, al oeste de Tuvá y Jakasia, junto a la frontera con Mongolia y Kazajistán. De la aldea de Chemal nos dirigimos hacia el sur, a la taiga, al asentamiento chamánico Oraktói, junto al torrente del mismo nombre. Es el lugar de poder del chamán Guermán Nikoláyevich, en cuya tarjeta de visita figura que es sanador y que su nombre espiritual es Ak-Kej, o sea, Viento Blanco. Guermán es oriundo de Altái, y el que va sentado a su lado es el chamán –en realidad koldún, es decir, hechicero– Oleg Súzdel, un ruso de Ufá, de los Urales del sur. Ha venido exprofeso a Altái para conocer a su famoso y veterano colega. Oleg tiene treinta y ocho años, y Guermán sesenta y dos. Y el catedrático que nos da la bienvenida, Víktor Nikoláyevich Moskvín, tiene setenta y cuatro. Pasaré los próximos días en su compañía. También estarán con nosotros Natasha, Lada y Sveta, con su hija Marusia, de siete años. Son un grupo de amigos que se conocieron en el club de morsas –es decir, de aficionados a bañarse en aguas heladas– de Novosibirsk.

–Veo que te han cantado un poco, ¿eh? –Víktor se ríe de mí cuando bajo del coche–. Las ondas sonoras de una frecuencia de siete hercios producen el mismo efecto que un arma. El ejército francés ya tiene una así.

–Pues, si ellos la tienen, seguro que los rusos también –se la devuelvo–. ¿Y para qué coño la usan?

–Las frecuencias ultrabajas, aunque los oídos no las perciban, hacen cosas espantosas con el cerebro: a uno le entra el miedo, pierde el control sobre sí mismo, cae presa del pánico.

–Así es como actúa sobre mi cerebro el canto gutural de los chamanes.

–Le pasa a todo el mundo. Por eso cantan de esa manera. He dedicado gran parte de mi vida a estas cuestiones, formo parte de un consejo de alto secreto que se ocupa del estudio de los campos físicos de origen biológico.

–¿Investigáis el aura? –pregunto.

–Claro. Incluso soy capaz de fotografiarla. Las instituciones científicas de muchos países buscan una energía con la que se pueda influir sobre la voluntad y el comportamiento humanos. Es algo que siempre ha despertado gran interés en todo el mundo.

–En todos los servicios de inteligencia del mundo, sospecho.

–Por supuesto. Pero son cuestiones de alto secreto. Así que apaga el dictáfono.

El catedrático Víktor Moskvín trabaja en la Universidad de Geodesia de Novosibirsk; es especialista en sensores para aparatos de medición. Ya en la época soviética, siendo miembro del Consejo Secreto de la Academia de Ciencias de Rusia y del Comité Estatal de Ciencia y Técnica, construía para los servicios de seguridad instrumentos capaces de medir la energía emitida por las personas. Investigaban a extrasens de todo pelaje sobre los que circulaban leyendas acerca de sus increíbles poderes: se decía que eran capaces de gobernar las misteriosas fuerzas de los espíritus, o quizá tan solo de sus extraordinarios cerebros. El KGB y su sucesor han mostrado siempre un gran interés por todo fenómeno psíquico anómalo.

Así que adivino que Víktor –y quizá también sus compañeras– no es un veraneante casual, un simple invitado o un turista de visita en la ermita de Guermán.

–Se trata de un hombre excepcional. –Víktor me mira por encima de sus gafas–. No hace falta decirle nada, te manda tumbarte y te hace una especie de masaje, pero no es ningún masaje, sino un escaneo, una ecografía manual, y, una vez hecha, ya es capaz de decirlo todo sobre ti. Y te lo dice otro hombre excepcional, es decir, yo mismo, catedrático de Novosibirsk y morsa de larga distancia.

Ha atravesado a nado el lago Titicaca en los Andes, unos cuantos lagos de alta montaña en el Tíbet, el estrecho de Magallanes, el de Bering y una bahía en la Antártida. Y ahora me explica que si estoy allí no es por casualidad, que mi camino hasta el asentamiento chamánico de Oraktói estaba abierto. Igual que para él, para sus compañeras, para el chamán eslavo Oleg, para Guermán y para un gatito de ojos legañosos.

Pues todo aquel que trabaja en el tema chamánico sabe perfectamente que las casualidades casuales no existen.

–Todos los que vienen aquí traen sus propios fantasmas –dice Víktor–. ¿Cuáles son los tuyos?

–Quiero escribir un libro –digo.

–Se ve a tres verstas que el libro es un pretexto.

–Quiero saber en qué consiste la sustitución de almas, eso que en Altái llaman tolup turán. Pero hasta en el Instituto de Altaística de la capital, Gorno-Altaisk, tenían miedo de hablar de ello. Por eso no me facilitaron la dirección de ningún chamán. Dijeron que se trata de una casta cerrada que guarda celosamente sus secretos, y que los buscase por mi cuenta. Y si los encontraba, que por nada del mundo dijese que había hablado con ellos. ¿Y cuáles son tus fantasmas, Víktor?

–La soledad –dice el viejo científico, y desconecta.

Porque el motivo de pasar aquí estas vacaciones no tiene nada que ver con el trabajo, sino con que el chamán Guermán le enseñe a vivir sin la esposa con la que el profesor compartió noches y días durante casi cincuenta años. Sigue queriéndola pero gracias a Guermán ya solo como un hermoso recuerdo. Ya no mira con avidez cada rama en el parque y ya ha tirado la basura la cuerda que compró tras la muerte de su mujer en un almacén de materiales de construcción.


Fragmento del libro El mal del chamán, de Jacek Hugo-Bader (La Caja Books, 2022)