El opio ha dejado un vacío que ha cambiado la geografía física y humana de Indochina. Tras un siglo xx dorado, las plantaciones prácticamente han desaparecido. Sin amapolas moteando las laderas de las montañas, la etnia que las cultivó ha quedado despojada de todo poder.

Abocados a la pobreza, y sospechosos eternos por la lealtad de sus abuelos a los invasores franceses y estadounidenses, los herederos del opio luchan para que su identidad no muera. El periodista Josep Prat ha trazado en su libro Los herederos del opio (Península, 2021) el relato de personas que plantan cara y otras que desisten. Historias de pueblos que sucumben a la asimilación arrolladora, de familias bajo el asedio del ejército en las profundidades de la jungla o que caen desesperadamente en brazos de predicadores cristianos. Aquí os ofrecimos, en exclusiva, un extracto del libro.


Mao Zedong y Ho Chi Minh se sobreponen en la hierba indistintamente. En la remota aldea de Lung Tao los chavales apuestan arrugados y desgastados billetes de yuanes y dongs y los cambian por caramelos chinos.

Muas lleva una camiseta roja de manga corta en la que se dibuja, en color dorado, el perfil de la torre de Lung Cu, un monumento nacional coronado por una gran bandera de Vietnam que marca el punto limítrofe más lejano con China. Muas sujeta una lata de cerveza de marca china, de tonalidades grises y un sabor asqueroso.

—No está nada buena, pero es más barata —argumenta el chico mientras observa su baraja de cartas con detenimiento.

Paga por ella la mitad o incluso un tercio del precio de sus rivales vietnamitas. Veinticinco céntimos de euro por 32 centilitros. Sus amigos, que no deben sobrepasar los quince años, acompañan el trago con un cigarrillo. Alcohol, apuestas y tabaco; los hmong no llevan bien el cumplimiento de la ley. Por el sendero que circunda la explanada hay críos que testan scooters con las que apenas llegan al suelo de puntillas.

Después de seis horas de juego bajo un sol achicharrante Muas quiere que vea su casa, y todos murmuran, lamentando que el occidental no haya querido apostarse nada. La choza consta de una estructura de madera sorprendentemente alta y está situada en uno de los puntos más elevados de la aldea, tras una cuesta resbaladiza. En el interior su mujer está poniendo una gran cazuela en el fuego y el agua hierve en cuestión de segundos. Como la hoguera no dispone de chimenea la den- sa humareda se reparte por los rincones de la casa, invisible en la oscuridad, y hace toser repetidamente a los presentes.

A la luz de una linterna consigo ver que las piezas de moto, el televisor, las medicinas en las estanterías y hasta el cerdo que ha sobrado de Año Nuevo y que ahora se almacena colgado de la parte superior de la choza son chinos. Igual que la cerveza.

Lung Tao está a menos de cinco kilómetros de uno de los muchos puntos sin control policial que existen a lo largo de los 1.374 kilómetros de frontera con China. Aunque el primer esbozo de frontera se acordó durante la época colonial francesa, no fue hasta 2008 cuando se fijó oficialmente la línea imaginaria que divide las dos potencias asiáticas. La precisión del geolocalizador debe ser tan quirúrgica que los dispositivos móviles se marean y cambian constantemente el huso horario, sumando una hora si perciben erróneamente que el propietario ha cruzado a la provincia china de Yunnan. En las fotos de la galería del iPhone directamente se asigna la localización como un lugar remoto de Yunnan. Una tecnología extranjera contra la soberanía territorial de Vietnam.

En el sendero de tierra que lleva a la decena de bolardos que marcan el confín con China, todavía en territorio vietnamita se erige una hilera de tenderetes de madera, debajo de los cuales se organiza semanalmente un gran mercado. Las etnias de ambos países —principalmente los hmong y los dao— acuden a comprar mercancías de todo tipo. Un informe de la época colonial francesa, fechado en 1898, explicó la normalidad con la que se producían ya entonces las relaciones comerciales y avisó de que lo mejor era «dejarlos ir a la suya». Lo advertía concretamente en la provincia vecina de Lao Cai, aunque seguramente fuera una diagnosis extrapolable.

A pesar de la importancia del precio en un contexto de pobreza, la investigadora de la McGill University Sarah Turner, que se ha pasado las últimas décadas intentando comprender a etnias como los hmong, asegura que en esta realidad son fundamentales los lazos sanguíneos. «Los hmong negocian con los hmong. Su identidad los obliga a dar apoyo a personas del mismo clan, ya sea con favores, contactos, créditos e incluso el matrimonio», relata. Aunque la subcategoría hmong no existe en China y se coloca bajo otro grupo étnico, el antropólogo Charles Lemoine calculó en 2005 que un millón vivían en Vietnam y otros tres millones en las provincias chinas de Guizhou y Yunnan. Para la etnia, pues, su universo social y económico no puede ni debe limitarse a una barrera virtual.

El lugar de cruce y de intercambio queda al resguardo gracias a dos montes pelados que logran aislar el viento, causando cierta sensación de tierra anticiclónica. El grupo de barracas está completamente desmantelado: solo quedan restos de bolsas y envases por el suelo que infestan el campo de plásticos de colores y botellas de refresco. Los caballos que en su día cabalgaron por la zona han sido sustituidos por motocicletas, que circulan con cierta asiduidad hasta perderse al otro lado de la frontera.

—Mis padres compran medicinas, verduras y animales en este mercado —explica Muas, arrastrando los pies entre la arena.

Su abuelo debió hacerlo de la misma forma, pienso, cuando cargaba el glorioso opio a sus espaldas. El coronel francés Maurice Abadie consideró el estupefaciente como uno de los productos más efervescentes de la época, entre otros como la sal, el arroz, el maíz o las plantas medicinales. Los colonos se nutrieron sistemáticamente de los impuestos que cobraban a estos productos.

En la línea divisoria entre ambos países, que se alza curiosamente en forma de bache, como si gritara «¡Frena!», un marcador grisáceo luce una inscripción en letras rojas en la que se lee «Vietnam», acompañada del número 409. El Gobierno ha instalado más de dos mil marcadores a lo largo de toda la frontera con China. Unos pasos más adelante encuentro una cadena de bolardos cuyas cicatrices revelan un color original blanco y rojo. Están conectados entre sí por alambres de hierro oxidados con pinchos. Pero en su punto medio se abre un pequeño carril cimentado con piedras por el que se puede circular libremente en ambas direcciones. Muas agarra fuerte del brazo a su sobrino, mira con tranquilidad al horizonte vacío y cruzamos ilegalmente a territorio chino.

—¿Has visto qué fácil es? —reflexiona con acierto el campesino.

Una carretera de tierra serpentea hábilmente la frontera. Un extremo resigue la montaña cuesta arriba hasta esconderse con un giro de 180 grados. El otro lleva a una aldea a cinco kilómetros de distancia. En el exterior de algunas de sus casas, de tejados ondulados, puedo ver ondear las cinco estrellas en el paño rojo.

Miro los árboles y pienso que son testigos silenciosos de miles de ilegalidades. Muas cruzó hace dos años para robar unas peras de un jardín.

—Lo hice para divertirme —afirma entre carcajadas—. Luego tuve que escaparme corriendo.

Su hermano hace más de un año que vive en algún punto indeterminado de China, trabajando de forma irregular, y atravesó exactamente el mismo punto. Dice que está bien, que gana más dinero, pero que no sabe cuándo va a volver. Este Año Nuevo ya no ha podido celebrarlo en familia.

Excepto en los diez años, entre 1979 y 1989, en los que Vietnam controló la política camboyana tras la deposición del régimen genocida de Pol Pot —y que tensó las relaciones con el gigante chino—, el control fronterizo ha sido escaso en los enclaves no oficiales como el de Lung Tao. Investigaciones sobre el terreno sitúan el impuesto de cruce en alrededor de setenta céntimos de euro, pero los habitantes de la aldea niegan haber aceptado nunca el sistema, por el cual uno debe dirigirse con documento de identidad y foto de carné a la policía local.

—Mis amigos nunca pagan —reconoce Muas—. Cuando la policía china los coge los encarcela, pero luego, cuando se pone el sol, los deja marchar.

La otra escalofriante cara de la moneda es que por estas rendijas de ilegalidad tolerada, pozo de corruptelas policiales, se cuelan anualmente personas —que voluntaria o forzadamente cruzan para trabajar o ejercer de esposas—, estupefacientes o partes de animales en peligro de extinción, como el marfil o los huesos de tigre, que en China se cree que tienen propiedades medicinales, con la misma facilidad que acabo de entrar yo.

Un portal digital vietnamita, estrechamente vinculado al Ejecutivo, admitió que hasta el momento había considerado insustanciales los puntos informales de cruce, pero que era evidente que escondían «una red de criminales altamente organizada con efectos negativos para la economía nacional». Y yo me pregunto si el contrabando tiene fecha de caducidad.


Los herederos del opio, Josep Prat, Península 2021